La escena es difícil de contemplar. En la parte trasera de un tren de cercanías semivacío de Charlotte (Carolina del Norte) se sienta una joven. Rubia, delgada, frágil, casi una niña. Arrellanado detrás de ella hay un hombre corpulento, vestido con una especie de sudadera con capucha. Unos minutos más tarde el hombre se levanta y, sin mediar palabra, desde detrás, clava un cuchillo en el cuello de la mujer y se marcha tranquilamente por el pasillo. La chica se acurruca en el asiento, llora. Mira a todos los lados espantada, posiblemente sin darse cuenta de que ya está muriendo. Se desploma. Ninguno de los pasajeros interviene, no ya para detener al agresor, sino tan siquiera para ayudar a la agredida, una refugiada ucraniana llamada Iryna Zarutska.
En mayo de 2023 un hombre agitado entro en un vagón del metro de Nueva York, tiró su chaqueta al suelo y comenzó a despotricar contra todo. Dijo que no le importaba morir («ni matar», añadió algún testigo) ni acabar encarcelado. Los pasajeros lo contemplaron con alarma, desplazándose hasta el otro extremo del vagón, hasta que un veterano de los marines se abalanzó sobre él y lo redujo con una llave de cuello. Desgraciadamente Jordan Neely, que así se llamaba el perturbado, falleció asfixiado.
La reacción en ambos casos ha sido espectacularmente diferente. La muerte de Neely provocó protestas, manifestaciones, disturbios con cocteles Molotov y enfrentamientos con la policía. La de Iryna Zarutska ha encontrado un atronador silencio. Los mainstream media han permanecido durante diecisiete días en un silencio que el New York Times ha roto para publicar, con cierto asombro, que el asesinato «ha provocado una tormenta en la derecha»; aparentemente los Demócratas no han encontrado especialmente alarmante que una mujer refugiada de la guerra haya sido asesinada. Entonces ¿la prensa considera más grave una muerte no intencionada (según dictaminaría el juez, que dejaría libre al ex marine) que un asesinato en directo? ¿Es moralmente más reprobable lo primero que lo segundo?
Estas cosas también pasan en España, claro. En un país en el que se organizaron manifestaciones por un beso inoportuno en una celebración deportiva en Australia, un ominoso silencio ha acogido la violación de una menor en Hortaleza. La primera explicación de la diferencia de trato parece obvia: Jordan Neely y el asesino de Zarutska son negros. Las antenas sociales del norteamericano detectan que el Zeitgeist moral exige manifestar inmediata indignación si la víctima pertenece a determinadas razas y etnias, pero cualquier crítica a cualquier individuo de esas mismas razas o etnias puede conllevar inmediatamente la peligrosísima etiqueta de racista (no es cosa menor; se puede perder hasta el trabajo). Y en España ocurre exactamente igual: el presunto violador de Hortaleza es un MENA, así que cualquier mención al asunto convierte a uno en un peligroso racista de ultraderecha. Es decir, la posición moral se reduce, con frecuencia, a una exhibición de la adhesión a la moral dominante. Por tanto viene determinada, no por un juicio moral de la situación, sino por anhelo de pertenencia a la comunidad y temor a la exclusión, y eso produce resultados moralmente aberrantes como las islas de ruido y los océanos de silencio que unos mismos hechos pueden provocar.
La responsabilidad de este naufragio moral no se reparte de forma uniforme. No se puede exigir la misma a un individuo que, a fin de cuentas, viene evolutivamente programado para temer el rechazo de la tribu. Pero los medios contribuyen a consolidar las corrientes morales dominantes y a crear espirales de silencio en las que los disidentes se limitan a ocultarse, a fingir y a falsear sus preferencias ante la creencia (construida precisamente por los medios) en que son una minoría.
Y luego está la mayor responsabilidad de todas, la de los políticos que han descubierto un filón en las causas morales. Son especialmente codiciadas porque permiten, simultáneamente, estigmatizar al adversario y eludir la rendición de cuentas. Mucho mejor inventar una causa moral, como la lucha contra un inexistente machismo estructural, que arreglar los groseros problemas de la realidad. ¿Y qué hay de la DANA y los incendios? Culpa de la emergencia climática, de la que hay que pedir cuentas a la derecha negacionista. Y así se posponen indefinidamente las obras que deberían canalizar barrancos, y las medidas para limpiar los bosques.
Y ahora nuestro Gobierno ha descubierto la megacausa moral: la guerra de Gaza. ¿Qué importancia puede tener la insostenibilidad de las pensiones y el previsible colapso del estado de bienestar, frente a la cara de preocupación por los gazatíes que ponen los ministros? ¿Qué relevancia puede tener el procesamiento del Fiscal General del Estado ante las teatrales medidas de condena a Israel? Y así estamos, hablando de Gaza en la sesión de control del Congreso en lugar de hablar de la brecha de oportunidades que se ha abierto entre los boomers y los jóvenes, incapacitados de encontrar una vivienda mínimamente asequible. Esta continua evasión de la realidad por los políticos para refugiarse en podios morales es también una aberración moral.
p.s. En el momento de escribir esto ha sido asesinado Charlie Kirk. La primera reacción de la MSNBC ha sido echar la culpa a un entusiasta seguidor de Kirk al que se le habría disparado accidentalmente el arma, recordar que el propio Kirk defendía la tenencia de armas, y lamentar el uso partidista que Trump pueda hacer. Temo que este asesinato sea un punto de inflexión hacia algo peor.
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