No faltan sobre mi mesa notas y recortes de noticias con las que montar mi reflexión semanal. Al contrario, tantas se acumulan que son muchas las ocasiones en que un asunto sobre el que pretendía haber escrito deja de estar de actualidad y, por tanto, carece de sentido darles la brasa con él. Hay que elegir.
Y aunque hoy también tenía muchas cosas sobre las que opinar, he escogido, para terminar el año de buen rollo y desintoxicarme de las miserias políticas, hablarles de siete tíos grandes, de siete gigantes de la historia cuya vida y obra, por aquello de que la carrera espacial murió con la crisis del 73 y, si quedaba un hálito de vida, con la caída del muro de Berlín, la inmensa mayoría de los nacidos en los últimos treinta años desconoce por completo.
El pasado 8 de diciembre murió el senador John H. Glenn Jr., el último de los 7 primeros astronautas norteamericanos, los integrantes del programa Mercury, que se desarrolló entre 1958 y 1963: Carpenter, Cooper, Glenn, Grissom, Schirra, Shepard y Slayton.
Era, pues, el último superviviente de los ‘elegidos para la gloria’. Los demás habían fallecido de causas naturales entre 1993 y 2013, a excepción de Gus Grissom, que resultó muerto en 1967 en el desgraciado accidente del Apollo I, con solo 40 años de edad.
Habían sido la flor y nata de los pilotos de combate de los distintos cuerpos y fuerzas aéreas de los Estados Unidos, tipos originarios, en su mayor parte, de familias de clase media de alguno de los estados del Mid-West americano o sus limítrofes, salvo Schirra y Shepard, nacidos en Nueva Inglaterra. Con aspecto de chicos aseados, accesibles y despiertos, de boy scouts. Eran pues, socialmente, tipos corrientes.
Sin embargo, se habían habían ganado a pulso su candidatura a encabezar el programa espacial norteamericano, con brillantes hojas de servicio durante la Segunda Guerra Mundial y la de Corea. Luego, desempeñaron su trabajo, en tiempos de la guerra fría, como pilotos de prueba. Muchos de los ingenios aeronáuticos, militares y civiles, de los últimos cincuenta o sesenta años cuentan con tecnología que ellos ayudaron a desarrollar.
Todos menos Shepard –contralmirante de la Armada- eran, además, ingenieros de formación.
Como miembro de la generación que asistió al nacimiento y muerte del programa espacial –entonces parecía solo el inicio de un imparable avance de nuestra civilización- he de confesar que me entristece ver cómo se ha ido desvaneciendo hasta la casi irrelevancia aquella gesta monumental. Hoy aquellos vuelos orbitales parecen casi una broma, pero cuando Shepard, Grissom, Glenn y los demás se sumaron a la carrera que inició el soviético Gagarin, dio comienzo la más apasionante competición científica que jamás tuvo lugar, y que se nos mostró en todo su esplendor entre el 5 de mayo de 1961 (Mercury-Redstone 3) y el 7 de diciembre de 1972 (Apollo XVII).
Más adelante, vendría el transbordador espacial, las estaciones orbitales y la colaboración de las distintas agencias para construir la estación espacial internacional. Pero ya nada volvió a ser lo mismo que en aquella década prodigiosa. Aquella competencia pacífica llevó a la humanidad a la Luna, y los múltiples avances tecnológicos que de ella surgieron nos rodean a diario en nuestra vida cotidiana.
Me siento un gran privilegiado por haber vivido todo aquello –aunque fuera solo un niño-, y en perpetua deuda con los siete primeros hombres que, con su valor, nos demostraron que el futuro de nuestra especie puede estar muy lejos de la Tierra.
Fueron elegidos para la Gloria y allí espero que estén. Hoy, ya ven, solo quería contarles esto.



