Tradicionalmente, los grandes ejes de la política occidental han pivotado entre las coordenadas clásicas: derecha o izquierda, mercado o Estado, prosperidad o igualdad, etc. Sin embargo, en los últimos años ha emergido un nuevo eje que está reconfigurando discursos y alianzas: el wokismo, promovido por el neo-izquierdismo del siglo XXI y, como reacción inevitable, el hartazgo creciente frente a él. Más que una moda pasajera, este binomio se está convirtiendo en el marco interpretativo que condiciona los debates públicos y, en consecuencia, las confrontaciones electorales.
El término woke significaba inicialmente “estar despierto” ante injusticias de tipo racial. Luego, su significado se ha ido ampliando hasta abarcar un abanico de causas tales como el género, la identidad, la diversidad, el clima, el lenguaje inclusivo o el anti-semitismo, que, pretendiendo compensación, justifican el trato desigual ante la ley de aquellos colectivos cuyo voto se pretende captar. A esa desigualdad legal, por supuesto, no la llaman “privilegio” (ley privada), sino “igualdad promocional”, aunque sus consecuencias sean exactamente las mismas. Lo cual, como es lógico, implica una evidente desventaja para los no favorecidos, a pesar de que éstos solo se hagan conscientes de ello transcurrido un tiempo.
Para su difusión, el wokismo ha ido construyendo un marco mental mediante una especie de neo-lenguaje que permite mezclar medio verdades con medio mentiras, posibilitando la introducción de dogmas blindados al análisis racional sosegado. De esta forma, quien no los acepta puede ser inmediatamente cancelado por “negacionista”. Asimismo, la apropiación casi absoluta de los espacios culturales colectivos ha retrasado, hasta hace poco, el surgimiento de esa reacción.
Pero, poco a poco, cada vez más gente corriente va percibiendo no sólo cómo la realidad dista mucho de los dogmas predicados, sino, sobre todo, lo perversos que resultan sus efectos. Para empezar, cualquiera puede contemplar cómo son las élites culturales, mejor posicionadas socialmente, las más férreamente alineadas con los códigos woke; mientras que amplios sectores de clase media y trabajadora son los que se suman progresivamente al cansancio. Este desajuste explica, en parte, el ascenso electoral de formaciones que —con o sin grandes propuestas socioeconómicas nuevas— han sabido capitalizar la sensación de saturación cultural entre los estamentos sociales de menor capacidad económica.
De esta forma, los líderes capaces de expresar ese hartazgo comienzan a tener relevancia, e incluso a ganar elecciones contra todo pronóstico. Efectivamente, el triunfo de Javier Milei, en la república que apostó por el wokismo antes de que se llamará así; o el de Donald Trump, en la nación que lo bautizó y difundió a través de sus influyentes universidades, responde sobre todo a ese hastío. El desprestigio y la pérdida de relevancia de la ONU, también.
En nuestro país Cataluña es, con diferencia, la región más wokista. Tal vez por haber asimilado el victimismo catalanista con el indigenista, o tal vez por tener las élites con menor circulación paretiana Por lo que no es extraño que sea allí donde los partidos netamente antiwoke ganen más terreno. La bandera del “basta ya” puede convertirse en el gran elemento aglutinador que termine por desalojar de los puestos de mando a los afianzados mandatarios de siempre.
En definitiva, este eje no es un simple debate entre progreso y reacción. Es un choque sobre el ritmo y el alcance del cambio cultural. Para sus promotores neo-izquierdistas, el wokismo sigue representando la oportunidad para atraer a los colectivos que han padecido injusticias vinculadas a la historia. Mientras que para sus detractores —y damnificados— se ha convertido en una religión secular que penaliza la disidencia, infantiliza el debate público y genera nuevos tabúes, sin resolver ninguno de los grandes problemas del momento.
El empacho de wokismo no es pues, como a veces se caricaturiza, una reacción nostálgica o un miedo al cambio. En realidad, es una crítica a una forma de militancia moral que se percibe dogmática e intolerante, impermeable a los matices y, lo que es peor, demasiado dependiente de la vigilancia mutua. Cuando las polémicas se basan en ofensas cada vez más sutiles y cuando se ridiculiza a quienes piden prudencia o sentido común, el péndulo político acaba moviéndose inevitablemente hacia la reacción.
La reacción frente a ese mismo movimiento se alimenta de una defensa del pluralismo, de la libertad de expresión, del respeto a los derechos individuales, y del cansancio ante lo que se percibe como un moralismo doctrinario perpetuo. Efectivamente, la batalla por el relato moral se está convirtiendo en el eje sobre el que pivota la aguja de la nueva brújula de nuestro tiempo.
En cualquier caso, mientras ese pulso siga marcando la agenda social europea y española, el verdadero eje de la política no será el tamaño del Estado, ni la presión fiscal, ni siquiera la geopolítica o la mayor o menor corrupción. Será, cada vez más, el wokismo y su hartazgo. Pues, aunque todavía no exista una clara conciencia de ello, la racionalidad, la complejidad y los matices se vuelve a percibir como la alternativa a los dogmas y relatos emanados desde elitistas centros de poder dominados por el neo-izquierdismo.
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