Esta semana vi un programa de tv que me llamó la atención. No simpatizo mucho con este medio pero reconozco que de vez en cuando sacan algo decente e incluso instructivo. El programa en cuestión trataba sobre un empresario o alto ejecutivo de una empresa que durante unos días se hace pasar por empleado raso y navega por las trincheras y trastiendas del negocio para ver lo que se cuece y comprobar de primera mano si las cosas se hacen como es debido, si el personal está contento, trabaja a gusto, es eficiente, está bien remunerado, si todo se ejecuta según normativa y directrices de la empresa, grado de satisfacción de clientes, y un largo etcétera más.
Como es de suponer, la experiencia es dispar en cuanto a situaciones y resultados, y el primer sorprendido es el jefe camuflado que vive el día a día de su infantería.
Tras una semana de tribulaciones el jefe regresa a su despacho y cita uno a uno a los empleados con los que ha compartido tareas, ilusiones y decepciones, y se sacan conclusiones.
Por lo general los empresarios o altos ejecutivos que se prestan al susodicho programa muestran una gran condescendencia. A la hora de evaluar a sus súbditos, con concisa clarividencia les explican los errores cometidos, lo que se debe mejorar, dónde se equivoca la empresa, y sobretodo el gran jefe no se corta en halagos para elogiar actitudes positivas de sus trabajadores. Finalmente, nadie es despedido, aunque a lo largo del día alguno haya opositado a ello, y todos son recompensados con ascensos, viajes o dinero. Última toma: el empresario y su empleado se funden en un abrazo.
Sinceramente conmovedor. Y aquí termina el cuento. Nada más lejos de la realidad.
Con eso no quiero decir que todos los empresarios sean unos negreros y unos tiranos sin escrúpulos que lo único que les importa es incrementar sus beneficios año tras año a costa de quien sea, empezando por sus trabajadores; lo que sucede es que vivimos en una sociedad perversa con unas leyes injustas que resultan caldo de cultivo para ello. El sistema capitalista, considerado por una mayoría como el menos malo, cuando se convierte en “salvaje”; es decir, sin control ni regulación, pasa a ser un sistema déspota y autoritario. Un ejemplo lo tenemos en buena parte de las grandes empresas de nuestro país. Año tras año crisis incluida, mejoran su cuenta de resultados mientras buena parte de sus operarios no llega a fin de mes y otra parte se halla en el umbral de la pobreza. Esto sucede cuando el trabajo pasa de ser un derecho a un privilegio y el salario se convierte en limosna gracias a nuestros abominables gobernantes, sus reformas laborales y su injusticia infinita.
Querido lector, creo que estará de acuerdo en que a pesar de la recesión, del déficit y de la prima de riesgo que los parió a todos, en España todavía hay pastel para todos y no solo para unos pocos, que además son los de siempre.
Porqué no observamos la política de países ejemplares como los nórdicos. Son un ejemplo de capitalismo social o socialdemocracia bien ejecutada que viene a ser lo mismo. Allí los que gobiernan no roban, las empresas no explotan y no hay esclavos. Sé que en estos momentos parece una utopía pero hace tiempo que existe.
El mejor empresario es el que considera que el activo más importante de su empresa son sus trabajadores y por eso los cuida e incentiva. Esas empresas suelen resultar más rentables y se mantienen en el tiempo. Pero quién piensa ya en el largo plazo en el país “del aquí te pillo y aquí te mato” y “el último que apague la luz”.