España, en la hiperbolia permanente

Estas últimas semanas han constituido el paradigma de la hiperbolia política en la que vivimos instalados los españoles desde hace pocos años. De la demagogia a la que nos tenían acostumbrados los políticos, hemos pasado a la desmesura en sus expresiones, análisis y juicios. Durante treinta y tantos años, algunos hemos vivido en un régimen de alternancia política en el que el debate, todo lo agrio que se quisiera, se mantenía dentro de los cauces democráticos habituales, con críticas y acusaciones recíprocas, pero sin imputar al adversario de forma sistemática y machacona la muerte de Manolete.

Hoy la lid es muy distinta. La irrupción de las redes sociales, tan partidarias en general de la lapidación sumaria, ha trastocado las inteligencias de sus señorías, que ahora ya son materialmente incapaces de debatir sin insultarse o atribuirse crímenes horrendos.

Las hipérboles tradicionales de la izquierda, entre las que destacan los términos 'fascista' y 'fascismo' como más corrientes y manifiestamente inapropiados en la mayor parte de los casos, se conjugan ahora con dramatizaciones y tragedias griegas desde otros lados de la bancada. Casado, a quien su viaje hacia la exageración le está costando caro en términos demoscópicos, preguntaba retóricamente esta semana a Pedro Sánchez si apoyaba el golpismo, lo que todo el mundo -salvo, por lo visto, él- entendió como un insulto. Para no ser menos, el presidente del gobierno se rasgó públicamente las vestiduras como muestra de lo supuestamente ultrajado que se sentía, anunciando la ruptura de relaciones con el líder popular desde la tribuna del parlamento (alguien debería recordarles la etimología del término), y olvidando que él mismo en su día había calificado de persona 'indigna' a Mariano Rajoy en este juego diabólico de a ver quién la dice más gorda para solaz de la plebe.

Joan Tardà, con tal de no perder comba, ha acusado a los constitucionalistas de desear su ejecución y el fusilamiento ejemplarizante del resto de los independentistas. Torra, asimismo, maestro del victimismo y la hipérbole, y president por accidente, es un individuo para el que el 'estado español' ('español', en catalán indepe, es un insulto, propondré al IEC esta acepción para el Diccionari) y, cómo no, los jueces 'españoles' son la viva muestra de la iniquidad, peores que Fumanchú o Falconetti. Y qué decir de los podemitas, para quienes los ciudadanos que no pensamos como ellos constituimos pura casta franquista y, faltaría más, fascistas irredentos del régimen del 78 capitaneados por el rey, que, naturalmente, es un personaje deleznable que se rasca la barriga mientras nos roba. Encima, los castos, castosos, cásticos o castizos somos machistas y homófobos hasta la médula y, para colmo, aficionados a los toros, lo que nos convierte en crueles asesinos, que gozamos con el sufrimiento animal, juicio rápido que, por cierto, comparten con muchos independentistas catalanes y bastantes tontainas de toda índole ideológica.

Y me dejo multitud de ejemplos atribuibles a los más diversos autores y credos políticos.

Lo peor es que nos estamos acostumbrando a toda esta orgía de barbaridades y extralimitaciones cruzadas, de manera que la inmediatez de la noticia y de su fulgurante análisis de barra de bar -que no otra cosa son la redes sociales- no ha servido en absoluto para mejorar la calidad de nuestra democracia, sino, bien al contrario, para que nuestros dirigentes imiten este proceder barriobajero rebajando el debate político al nivel del lenguaje verduleril antaño limitado a lo más zafio de nuestra sociedad. Y así nos va.

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