Frontera Sur

La última encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas arroja un significativo repunte de la Inmigración entre las preocupaciones que más acucian a los españoles. Este fenómeno social se ha convertido en el sexto asunto más destacado para la opinión pública, a la altura de la inquietud por la educación y por delante de la desacreditada banca. Este avance de los datos correspondientes al mes de febrero, no aclaran si el problema se ve en la presión migratoria o en la necesidad de ampliar la búsqueda de empleo más allá de nuestras fronteras, pero las recientes tensiones en las ciudades autónomas y el auge de la xenofobia en occidente dan a entender que la crisis exacerba el instinto de supervivencia.

Dejando al margen que los nacionalismos pueden suponer un buen caldo de cultivo para la intolerancia, como estamos viendo en Ucrania y en otros focos de confrontación más cercanos, la defensa del territorio y de las culturas autóctonas debería ser capaz de convivir con la solidaridad y cooperación necesarias en una aldea globalizada. Esta reflexión, de difícil factura, debería ayudarnos a tomar conciencia de una realidad, que abordamos con distinto tono en público que en privado. Mientras los políticos hablan de la inmigración desde la perspectiva humanitaria e incluso como salvaguarda de unas pensiones garantizadas, en la calle algunos empiezan a observar con recelo un mestizaje amenazador.  Los favorables pronósticos en intención de voto para el Frente Nacional galo, los llamativos resultados de formaciones con ascendencia nacional socialista y el auge de movimientos xenófobos en todo el viejo continente no se diluyen con grandilocuentes declaraciones desde Bruselas ni se resuelven con reprimendas impropias de la Comisaria de Interior europea.  La solución es muy compleja, más aun cuandolas dificultades financieras que atraviesan las economías de los países avanzados han generado una reacción social adversa al espíritu de solidaridad imperante en tiempos de bonanza y son muchas las voces airadas que acusan al inmigrante de provocar un excesivo gasto social, de cuestionar nuestros valores tradicionales y hasta de poner en peligro el régimen de libertades y de convivencia.

España ha demostrado hasta ahora un talante conciliador, a pesar del enorme peso demográfico que ha supuesto el aluvión de expatriados que han fijado su residencia legal en nuestro territorio, cerca de seis millones, convirtiéndonos en el segundo estado con mayor cifra de extranjeros entre los 28 miembros de la UE. Su pasado migratorio, probablemente también su futuro, reducen sustancialmente las reticencias que otras sociedades están expresando ante los llegados de afuera, pero no puede demorarse más el afrontar, con altura de miras y realismo, el papel que nos reservamos como guardianes de la frontera sur de Europa. Es imprescindible atender las necesidades de los millones de exiliados que huyen de la hambruna o la guerra y mejorar las condiciones de vida donde sólo hay miseria, pero también afrontar la regulación migratoria ordenada, aunque nos exija adoptar medidas susceptibles de manipulación demagógica.

La inmigración supera el debate local y debe abordarse con crudeza desde las instituciones supranacionales como un asunto que trasciende al ámbito partidista y, sin hipocresía, por cada uno de nosotros.  No podemos abrir la puerta, aunque nos entren por las ventanas, pero tampoco cegarnos a que sólo la fortuna hizo que naciéramos en los países a donde van y no en los lugares de donde vienen. Todas las monedas tienen cruz y la de la migración humana no tiene cara, sin embargo cuesta ignorar que son muchos los rostros que piden misericordia porque aún tienen en esta parte del mundo su única esperanza.

 

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