Perdonen ustedes la ordinariez, pero no he encontrado ninguna otra expresión vulgar de cuatro palabras que defina mejor lo que me importa a mi que el Reino Unido devuelva al estado español el pedazo de roca del estrecho cuya soberanía se atribuyó mediante el tratado de Utrecht de 1713.
Sí, ya sé que es la única colonia en Europa, que es anacrónica y no se cuántas cosas más que vengo oyendo, pero la incidencia que el hecho de que Gibraltar sea una colonia británica, un miniestado independiente o una parte del municipio de la Línea de la Concepción tiene en mi vida es igual a cero. Naturalmente, ya estamos entrenados en estrategias distractivas de propaganda, Franco nos estuvo mareando la perdiz con Gibraltar cuarenta años para que se hablase del Peñón de fútbol y no de represión, de hambre o de falta de libertades. Mientras discutimos si los pérfidos gibraltareños nos han minado los caladeros con bloques de hormigón, aquí no se habla de Bárcenas ni de Cristina de Borbón, con lo que se produce una conjunción astral de intereses del jefe del estado y del presidente del gobierno, mira tú qué cosas. Y en cuanto a la sesuda discusión de fondo, también me importa una higa, mejor dicho, me importa muchísimo menos de lo que al resto de habitantes de este estado castellanocéntrico denominado España les importa que el rey Felipe IV, Su Señor –no el mío, gracias-, cediera a Luis XIV, sin convocar siquiera las cortes catalanas, una parte considerable del territorio –supuestamente español- mediante el tratado de los Pirineos de 1659. Y me importa porque esta cesión se hizo con el inconfesable fin de partir en dos el territorio catalán, como represalia a las revueltas de los habitantes del Principat contra el nefasto monarca español. Y, justamente, me importa todavía más porque ello supuso entregarle a un sátrapa como Luis XIV unos territorios, en contra de la voluntad de sus habitantes –mientras que en el Peñón sólo había monos y algunos pescadores-, y que fue aprovechada por el archicentralista estado francés –en eso no han cambiado un ápice desde 1659- para arrasar una lengua y una cultura –que son las mías- y que hoy a duras penas sobreviven por la voluntad de muy pocos resistentes a esta limpieza étnica. Extrañamente, los catalanes de la vertiente septentrional de los Pirineos salieron perdiendo y mucho; basta atravesar la frontera en Puigcerdà, en la Jonquera o en Portbou para ver en qué lado quedó la prosperidad. Ellos son el sur y nosotros el norte, será por eso. Y todavía me importa, si cabe, más porque los territorios que miserablemente se cedieron formaban parte del histórico Reino de Mallorca, con su capital continental, Perpinyà, que exhibe un Palau dels Reis de Mallorca como el que muestra las ruinas de Pompeya. La salvajada fue tal que no sólo se cedieron regiones y comarcas enteras, como el Rosselló, el Conflent o el Vallespir, sino que incluso se llegó a partir por la mitad la Cerdaña, quedando, como muestra perpetua de la irracionalidad de la monarquía española, el llamado enclave de Llívia. Los catalanes bajo la jurisdicción del estado francés quedaron absolutamente huérfanos de un estado que protegiera su territorio y, sobre todo, a sus habitantes, más o menos como Juan Carlos dejó en 1975 a los saharauis, para que me entiendan. Por eso, y porque ningún jefe del gobierno español se ha molestado jamás en defender el derecho de los catalanes de Francia a mantener su identidad, su lengua y su cultura -que nuestra Constitución considera españolas y dice que serán objeto de especial respeto y protección por parte del estado- es por lo que comprenderán que, por mi, los ingleses pueden hacer con el Peñón de Gibraltar lo que le pase por el estrecho a la reina Isabel.





