El color carmesí del guion de la Casa Real fue el primer destello televisivo que nos prevenía de que el mensaje navideño del monarca tenía un nuevo protagonista y que éste nos iba a revelar cambios formales y de fondo en el tradicional discurso a los españoles. Seguro que la dispersión de la oferta mediática y la lejanía ciudadana de las instituciones no revalidará las cifras de audiencia de principio de siglo, pero la oportunidad de comprobar la cercanía y firmeza ante los graves asuntos de Estado que nos acucian habrán elevado el listón, que hoy nos develará Barlovento Comunicación, a una cuota de pantalla que rondará el 70%. Serán más de siete millones de espectadores que podrán testificar la contundencia y claridad de quien no se anduvo por las ramas, sin perder la moderación y voluntad integradora que deben primar la labor de la Corona.
Apenas erramos en nuestras previsiones y Felipe VI, en trece minutos bien estructurados, abordó con rotundidad los cuatro mayores problemas del país: corrupción, desempleo, secesionismo y desconfianza social. Bajo el paraguas de la Constitución, como piedra angular del arco, elevó piedra a piedra los fundamentos de la regeneración y las claves para abordar con ilusión un futuro sostenible. No fue preciso eludir la filiación de algún ningún miembro de su familia o de la clase política en general para interpretar con lucidez que no hay especio para la tolerancia y que el camino debe quedar despejado de cualquier obstáculo que ponga en peligro la convivencia. En víspera de año electoral, no titubeó a la hora de congratularse por las buenas cifras macroeconómicas, pero advirtiendo del riesgo de fractura social, si no acabamos con la lacra del paro y las desigualdades que ha acarreado la vía escogida para solventar una crisis tan profunda. Tampoco hubo margen para vulnerar la complicidad de todos, comprometida por una Carta Magna, ni de ceder a la amenaza de unos pocos en su egoísmo soberanista. Siquiera obvió a quienes quieren derribar los cimientos de lo que nos ha llevado hasta aquí, como si sólo cupiera un borrón y cuenta nueva para abordar la mejoría de una situación compleja, para cuya solución se ofreció como el primer servidor de un tiempo nuevo que, con esfuerzo y perseverancia nos sonreirá de nuevo.
En la catedral de Mallorca y en algunos templos de la cristiandad mediterránea se revivía, por Nochebuena, el canto de la Sibila. Al tiempo que el jefe del Estado nos felicitaba la Navidad, los versos de un poema medieval sobre el juicio final nos recuerdan que los agoreros apocalípticos han formado parte de nuestra tradición y siguen integrados en el inconsciente colectivo. La profetisa pronuncia un oráculo, donde previene la venida de Jesucristo como juez y donde describe los sucesos de la llegada del fin del mundo, mientras que otros agoreros blanden la espada con las manos limpias o anuncian lo que podemos evitar sin que sepamos si persiguen un bien de interés cultural inmaterial o el muy material “cuanto peor, mejor”, con el que agrandar sus bienes e intereses.
En el ambiente cálido y familiar en el que se escenificó el mensaje del Rey, hubo algunas ausencias significadas, sobre todo de los que no podrán compartir tan entrañable momento y de aquellos que prestan su vida para que otros terroristas no sieguen vidas en cualquier punto cardinal del planeta, pero se vislumbró la presencia de un refuerzo para la autoestima de quienes compartimos algo más que una parcela de tierra. Volvimos a ver que es posible que la catarsis pase por una reforma consciente y abnegada de todos, bajo el liderazgo ético de quien ha demostrado ser un modelo de conducta.
Felipe de Borbón está demostrando que se puede ver desde una atalaya privilegiada, donde se divisa mejor el terreno en el que ejecutarás las estrategias, permaneciendo junto a la gente con la que se debe ganar la batalla. No es sólo el movimiento pendular y por oleadas con el que nos movemos en el sur de Europa lo que ha permitido al nuevo cabeza del Reino de España que recuperemos la confianza y creamos que hay espacio para la esperanza. Seis meses de andadura no marcan al estadista, pero las maneras y sus palabras, hoy en día, son regalos tan valiosos como el oro o la mirra que portaron desde oriente a Belén otros reyes con magia.