Una nueva alianza ideológica está cobrando fuerza en los países occidentales. Probablemente surgió en Francia y, de forma progresiva, se ha ido extendiendo por todo el ámbito cultural que antaño estuvo marcado por el catolicismo y el anglicanismo. Su nexo común es un fuerte rechazo —a veces abiertamente hostil— hacia todo lo relacionado con Israel, el sionismo y, en ocasiones, el propio judaísmo.
A primera vista, se trata de una alianza paradójica. El islamismo político radical (que no debe confundirse con el islam) defiende la imposición de legislaciones de tipo religioso basadas en una interpretación estricta de la sharía. La izquierda, por el contrario, había hecho de la laicidad del Estado uno de sus principios fundamentales. Hasta hace poco, ambas corrientes parecían incompatibles: una aspiraba a la teocracia, la otra al Estado laico.
Por otro lado, la llamada cultura woke, promovida por el neosocialismo durante las últimas dos décadas, se caracteriza por otorgar una especial protección a colectivos que consideran oprimidos —mujeres, homosexuales, minorías étnicas o pueblos indígenas—. Tampoco parece fácil conciliar esa agenda con las doctrinas de movimientos como los Muyahidines del Pueblo, la Hermandad Musulmana o Hamás. En materia medioambiental, otro de los estandartes del progresismo actual, la distancia es todavía mayor: las organizaciones políticas islamistas radicales apenas muestran interés por el ecologismo, aunque algunas ONG occidentales sí reciben financiación desde países del Golfo.
Conviene recordar, sin embargo, que esos movimientos extremistas religiosos nacieron reivindicándose como herederos de Marx, apelando a las clases más pobres, en sus territorios del medio oriente, y construyendo redes de apoyo económico paralelas al Estado. Esas redes, tiempo después, les permitieron conquistar el poder, de una manera u otra. Todo ello coincidió con la crisis del izquierdismo occidental, que tras el colapso soviético sustituyó la clásica lucha de clases por el wokismo y la llamada “salvación del planeta” que justifica un intervencionismo intrusivo.
Pese a sus contradicciones, el islamoizquierdismo se ha ido consolidando en el discurso del autodenominado progresismo. En parte, por motivos estratégicos: a líderes como Pedro Sánchez no les viene mal recibir elogios de Hamás si con ello puede reforzar su imagen contraponiéndola, ni más ni menos, al presidente de los Estados Unidos más pacifista de la historia. A Petro, en Colombia, también le resulta útil abrazar el discurso antiisraelí para confrontar a las corrientes liberales, como la de Milei, que se extienden por el mundo hispano. Hay muchos más ejemplos; los vínculos de Podemos son de todos conocidos.
El pensamiento izquierdista, históricamente, ha necesitado identificar enemigos a los que derrotar para alcanzar una supuesta utopía. Los enemigos cambian, y también las utopías, pero la estructura mental de lucha permanece. Ahora, a su lista de enemigos acaban de añadir a Israel.
No obstante, esta alianza entre izquierda e islamismo político radical parece tener un fondo más profundo que el mero cálculo político. Buena parte de los movimientos ideológicos actuales de la izquierda occidental surgen en los campus universitarios, donde se ensalza a ciertos personajes y se “cancela” a quienes discrepan. La Universidad de las Islas Baleares (UIB) tristemente no ha sido ajena a esa tendencia.
Las universidades, tanto públicas como privadas, elaboran la literatura académica sobre la que, con frecuencia, se apoyan los discursos políticos e ideológicos. Sus proyectos de investigación suelen financiarse con fondos públicos —más abundantes y dirigidos cuanto más intervencionista es el gobierno—, así como por fundaciones empresariales y entidades sin ánimo de lucro vinculadas a grandes corporaciones. Tanto los políticos intervencionistas como los directivos de esas fundaciones tienden a promover un tipo de conocimiento que refuerce su posición, dificultando la aparición de nuevos actores que puedan desafiar su dominio, evitando así el proceso de “destrucción creativa” descrito por Schumpeter.
En el fondo, el ecologismo por imposición, el wokismo que desprecia el mérito y el islamismo radical comparten un mismo efecto corrosivo: erosionan los cimientos de las sociedades abiertas y dinámicas. Más aún, parecen favorecer un nuevo paternalismo de las élites sobre las masas, una especie de “neopobrismo” que facilita su control social. No sorprende, por tanto, que desde la izquierda se lancen mensajes cada vez más contradictorios, sin el menor pudor: sin ir más lejos, estos días se presenta la caída del número de trabajadores autónomos como algo positivo, se justifican obscenos sobres con dinero en efectivo mientras se pretende su prohibición, exactamente igual que con el asunto de los lupanares, o se defienden a ultranza acciones que un poco antes se habían calificado de escandalosas, o resulta que la transición energética exige con extrema urgencia cerrar las centrales nucleares extremeñas, mientras se pacta en Waterloo a prórroga “sine die” de las catalanas… en fin…
Lo más preocupante es que, el otro lado del espectro ideológico, tampoco parece muy capaz de ofrecer una alternativa ilusionante para preservar las esencias culturales fundamentales de las democracias liberales. Quizás porque, en el fondo, también se ha caído en la misma dinámica. En cualquier caso, para muchos resistentes, una vez más, Jerusalén continúa siendo esa ciudad situada sobre el monte que no se puede ocultar. Esto es, la luz más genuinamente occidental.
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