«Tiene usted las venas muy finas», nos explica la enfermera con suma delicadeza, y añade: «Vamos a mirar en el otro brazo». Y entonces nos cubrimos el brazo derecho y nos descubrimos el izquierdo, en donde nuestras venas, al parecer, parecen ser igualmente muy finas. Aun así, gracias a la paciencia de la enfermera y a su buen hacer y profesionalidad, aparece finalmente una vena un poquito menos fina que las demás, y la extracción se acaba realizando en unos pocos segundos, de una manera que uno calificaría sin ninguna duda de perfecta.
Seguramente, la única molestia real de hacerse unos análisis tradicionales —no unas pruebas PCR— es tener que ir siempre en ayunas y a primera hora de la mañana al centro de salud, sobre todo en invierno. En ese sentido, un nuevo avance de verdad revolucionario en el campo de la ciencia y de la medicina sería, creo, que nos pudiéramos hacer las analíticas después de un opíparo desayuno, incluido un batido gigante de chocolate y un magnífico postre. Pero intuyo que ese ansiado deseo propio no se debe de estar valorando por ahora como prioritario, oportuno o posible en el ámbito de la medicina.
Tras cada extracción, el siguiente paso es siempre la entrega de los resultados unos pocos días después. Personalmente, considero que una vez que tenemos ya esos resultados en nuestras manos, suele ser siempre mejor no empezar a leerlos, sobre todo si uno es un profano en la materia o si es un poquito hipocondríaco, como ocurre en mi caso. Lo digo porque es posible que entonces empecemos a preocuparnos más o menos seriamente sin motivo, al no saber muy bien si es mejor que tal o cual indicador esté algo más bajo que la media correcta o un poco más alto, o cuáles son los indicadores realmente esenciales en unas analíticas.
En cualquier caso, los análisis sirven para recordarnos siempre que no sólo estamos hechos de mente y de corazón, sino también de glóbulos rojos, glucosa o bilirrubina. Esta última, por cierto, la solía tener siempre relativamente alta en los últimos años, como al parecer le ocurría también a veces al gran Juan Luis Guerra, aunque posiblemente en mi caso fuera por unas circunstancias algo distintas a las que él exponía con irónica pasión romántica en «La bilirrubina».





