La búsqueda de la felicidad

El Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América declaró ayer inconstitucional la discriminación que supone no otorgar a las uniones legales de los homosexuales el mismo rango que a las heterosexuales con relación a los derechos federales que se venían reconociendo al matrimonio, definido por la ley denominada por su acrónimo DOMA como la unión de un hombre y una mujer. El fundamento de la igualdad ante la ley tiene en aquellos lares precedentes al propio texto constitucional en la declaración de independencia, que se asienta en la llamada Ley Natural, es decir, en aquellos derechos inherentes al ser humano por su propia condición de tal. Uno de los abogados que ha sostenido la causa, recitó ayer ante los periodistas el párrafo que, en último término, constituye la base de la prohibición de discriminación desde 1776 en la república americana: “todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Es ese último inciso el que aquí desconocemos por completo, pero que explica la filosofía fundacional de los Estados Unidos. Nuestras leyes acostumbran a ser farragosas y nuestra constitución un texto de compromiso dictado bajo la vigilancia del rey que designó el dictador, su ejército y sus bases sociales franquistas. No es un ejercicio de rebeldía, sino de toma de oxígeno de una sociedad asfixiada, dispuesta a asirse a cualquier cambio. Lo cierto es, sin embargo, que la búsqueda de la felicidad es lo más sagrado que deben proteger los gobiernos, y si esa felicidad se encuentra en mantener una relación estable con otra persona del mismo sexo, ¿quién está legitimado moralmente para impedirlo? Uno puede estar de acuerdo en que etimológica, antropológica e históricamente el matrimonio es la unión estable de un hombre y una mujer, que la Iglesia católica elevó al rango sacramental. Pero de la misma forma que el Tribunal Supremo americano consigue hacer una lectura de 2013 sobre un texto de 1776 –seguro que ni Jefferson ni los demás padres de la patria americana estaban pensando en las personas homosexuales-, todos deberíamos ser capaces de superar determinados prejuicios para reconocer al prójimo su derecho a la búsqueda de la felicidad, aunque no comprendamos ni compartamos la manera en que decida hacerlo. España, por una vez, fue pionera en esta materia, aunque el debate se vistiera con los inevitables tintes políticos carpetovetónicos, pero lo cierto es que transcurridos unos años de aquella polémica, una gran mayoría social aboga por el reconocimiento a las parejas homosexuales el mismo trato legal que al matrimonio entre un hombre y una mujer. En contra de lo que vaticinaban sus detractores, no se ha puesto en riesgo la existencia de la familia tradicional, que sigue siendo el núcleo fundamental de nuestra sociedad. Comprendo y comparto que la Iglesia defienda la institución a la que dotó de la condición de sacramento, pero aquí estamos hablando de derechos civiles, de la ley, en suma. Y, ante la ley, todos debemos ser iguales y amparados en nuestra particular búsqueda de la felicidad. Por eso me alegro doblemente, como habitante de un estado que protege el derecho a la diferencia y como perpetuo admirador de los Estados Unidos de América.  

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