La certeza y el fiscal

Ya conocen el chiste. Un cónyuge, que desconfía de su pareja, encarga a un detective que la siga, y transcurrida una semana recibe el correspondiente informe. Todos los días una persona la recoge y la besa apasionadamente. A continuación se meten en un coche y van a un hotel; el detective los sigue hasta la puerta de la habitación en la que entran abrazados y acaramelados. Una hora más tarde emergen del cuarto, de nuevo abrazados aunque algo más despeinados. Pero ¿ha podido ver qué ocurre en el interior?, pregunta el atribulado cónyuge. Pues no, contesta el detective. Ay, siempre nos queda la duda, concluye. 

La gracia del chiste (que tampoco es que tenga mucha) es que el cónyuge está intentando aplicar un nivel de certeza excesivo para el ámbito (digamos, «ordinario» o «civil») en el que actúa. Es cierto que el detective no le ha proporcionado documentación gráfica de las cópulas que (presumiblemente) ocurren en el interior de la habitación, pero para el oyente del chiste no es necesario: el único rompecabezas en el que los numerosos indicios encajan muestra la imagen de la infidelidad. 

Pero hay otros ámbitos en el que las cosas funcionan de manera diferente al ordinario, y uno es el judicial. En los países civilizados, para condenar a alguien se exige un nivel de certeza especial, derivado del convencimiento de que es mejor que quede libre un culpable antes que condenar a un inocente. Por eso el acusado acude acorazado por una serie de garantías y presunciones, y es el acusador quien tiene que desmontarlas y aportar las pruebas necesarias. El error está en confundir ambos ámbitos, y esto es lo que está ocurriendo hoy en la política española. Es una confusión deliberada, provocada por los propios políticos, y facilita el trabajo de medios afines, tertulianos y funambulistas diversos. Entre otras cosas, sirve para saltar como una rana desde el ámbito ordinario al judicial cuando se analiza la conducta propia en lugar de la del adversario. En ese momento el político, ante los indicios que lo acosan, pretende que todos actúen como el cónyuge biempensante en vez del oyente del chiste. 

El 13 de marzo el Fiscal General Álvaro García Ortiz se volvió berserker (o, como dice más finamente el Auto del Tribunal Supremo, «entró en una dinámica de un frenético intercambio de comunicaciones entre distintos fiscales»). Sabemos que sacó a un fiscal subordinado de un partido del Atleti. Sabemos que le pidió que le mandara documentación CONFIDENCIAL (el correo en el que el abogado de Alberto González Amador (novio de Ayuso) pedía un pacto a la Fiscalía) a su cuenta PARTICULAR. Sabemos que el correo en cuestión fue inmediatamente filtrado a la prensa, y también sabemos que más tarde, cuando la fiscal Almudena Lastra le interpelara sobre su autoría («¿has sido tú?»), García Ortiz la admitiría tácitamente («eso ahora no importa»). Sabemos que García Ortiz ordenó a la Fiscalía de Madrid redactar una nota ante la oposición de Lastra. Y sabemos que su motivación no era jurídica sino política: «si dejamos pasar el momento nos van a ganar el relato (...) es imperativo sacarla (la nota de prensa)». 

También sabemos que Juan Lobato, entonces líder de los socialistas madrileños, recibió del Gabinete de la Presidencia del Gobierno el correo filtrado con instrucciones de que lo usara contra Ayuso. Sabemos que Lobato advirtió de la posibilidad de que se estuviera cometiendo un delito, y que las explicaciones del gabinete de Presidencia le despertaron tantos recelos como para ir a un Notario con los mails. 

Y, en fin, sabemos, que el Fiscal General borró sus mails, algo incomprensible (y suicida) si fuera inocente: salvo que sea completamente imbécil, lo que había en ellos tiene que ser peor que la imagen de culpabilidad que (él lo sabía) su acción iba a proyectar. Ustedes deben decidir en qué posición quieren estar, en la del cónyuge o en la del oyente del chiste. Porque igual que en éste hay piezas suficientes para resolver el rompecabezas aunque no sepamos lo que ocurrió tras la puerta, con las que ahora tenemos podemos construir este otro puzle de García Ortiz: el Fiscal General, al que la Constitución le atribuye la misión de «promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público», recibió (y obedeció) instrucciones de Moncloa para echar basura sobre un rival político pasando por encima de los derechos de un ciudadano.

El escándalo es mayúsculo, y lo agrava que cierta prensa afín a Moncloa esté intentando salvar al Fiscal asegurando que ya tenían el famoso correo antes de que éste lo recibiera: sencillamente, no dicen la verdad. Vean, por ejemplo, los whatsapps aportados por Inma Carretero de El País, que en realidad demuestran que habían oído rumores pero no sabían qué estaba pasando (creían que Alberto González Amador había pagado o se ofrecía a pagar).

Pues eso, que conviene no confundir ambos ámbitos. Por un lado, está la vía judicial: si ésta sigue su curso y García Ortiz es condenado por revelación de secretos, perfecto; y si la causa se archiva, o es absuelto por falta de pruebas suficientes, también perfecto. Pero en todo caso, con lo que ya sabemos, y aplicando un mínimo criterio de decencia (que desde luego el actual Gobierno habría aplicado a sus adversarios políticos), el Fiscal General debe dimitir, y no es admisible intentar esperar al resultado del proceso judicial. Y es obvio que deberíamos sacar conclusiones de lo peligrosa que es la politización de la Fiscalía, y de lo delirante que es esa Ley Bolaños que, precisamente ahora, pretende encargar la instrucción de las causas a una Fiscalía tan evidentemente politizada. 

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