Desde nuestra más tierna infancia se nos suele insistir en la necesidad de tomar cada día un poco de fruta y un poco de verdura, para poder ir creciendo de ese modo sanos y fuertes. La mayor parte de los niños crecemos, de hecho, siguiendo esas sabias recomendaciones, aunque nuestras verdaderas preferencias personales suelan estar algo más enfocadas normalmente hacia otro tipo de alimentos, seguramente no tan benéficos y recomendables, como por ejemplo los helados, los chocolates y los dulces.
Al llegar a la edad adulta, se nos insiste quizás todavía con mayor énfasis en la necesidad de seguir una dieta equilibrada, en la que por supuesto no falten nunca las verduras y las frutas. Sin embargo, no siempre acabamos siguiendo esas pertinentes y muy oportunas indicaciones, en ocasiones por una especie de fatiga crónica existencial previa, que se incrementa cuando visualizamos que para comer la mayoría de frutas o de verduras hay que lavarlas y pelarlas antes.
Ese trabajo de lavar y pelar, que a priori puede parecer tan sencillo, puede llegar a resultarnos realmente fatigoso y excesivo en determinadas circunstancias personales. Sobre todo cuando no nos encontramos en nuestro mejor momento físico o anímico, que me temo que para muchos de nosotros está siendo prácticamente siempre a lo largo de estos dos últimos años.
Por ello, seguramente convendrán conmigo en que, en cambio, una de las grandes ventajas de los helados, los chocolates y los dulces es que antes de comerlos no hay que lavarlos, pelarlos o exprimirlos. De ahí que, en principio, nos resulte algo más fácil y descansado consumir con una cierta frecuencia todo tipo de tartas, tabletas, ensaimadas, pasteles, robiols o crespells, así como también productos envasados y precocinados, a los que como mucho sólo hay que quitar el plástico o el cartón.
Por otra parte, creo que deberíamos de recordar que si hoy estamos como estamos en prácticamente todo el mundo no es por nuestros queridos gobiernos, por las sucesivas crisis que nos acechan o por un consumo excesivo de azúcares y de hidratos de carbono, sino sobre todo por culpa de la fruta. Sí, sí, de la fruta, han leído bien. Por haber comido Adán y Eva aquella primera manzana del Árbol del Bien y del Mal, que irremediablemente nos expulsó a todos ya para siempre del Paraíso.
Y para acabar de arreglarlo o de estropearlo todo, vinieron luego Caín y Abel, lo que supuso casi de inmediato empezar a vivir ya definitivamente en la bíblica tierra de Nod, ubicada precisamente al este del Edén. Cuánta razón tenía el maravilloso grupo La Unión cuando compuso la letra de uno de sus mejores y más inolvidables temas, titulado justamente así, Al este del Edén, aunque la popular banda madrileña no se remontara tan atrás en el tiempo como lo acabo de hacer ahora yo.
«Paseando el otro día en la mañana,/ me encontré a un amigo de la niñez./ Hablaba con nostalgia de la infancia./ Qué dura se ha vuelto la vida después./ Qué largos parecían los días,/ eternas las tardes, sin saber qué hacer./ Ahora el tiempo pasa y no perdona./ Se van meses y años para no volver./ Quién te ha visto, amigo, y quién te ve./ ¿Cómo te va la vida? A mí me ha ido bien./ Tan lejano el paraíso aquel./ Estoy acostumbrado a vivir al este del Edén», cantaba melancólicamente La Unión.
Y aun así, en esa preciosa y nostálgica canción había también al final una inesperada brizna de luminosa esperanza. «¿Qué es lo que tiene el aire en la mañana,/ que limpia los temores de mi corazón?/ Las dudas que anoche eran tinieblas,/ son simples tonterías a la luz del sol», decía su última estrofa. Quizás fuera porque, en el fondo, la vida en sí misma siempre acaba valiendo la pena, tanto en la infancia como ya en la edad adulta y la vejez, a veces comiendo helados y dulces, y otras veces sólo lavando y pelando frutas y verduras al este del Edén.