La debilidad del Estado y los atajos

Decía ayer el fiscal Carrau –a quien, por lo visto, no le gusta que le nombren por su apellido- que los acusados acaban reconociendo la fortaleza del estado y que eso se traduce en que terminen confesando, porque les sale más rentable. En esto último sí que estoy de acuerdo; que un personaje convicto y confeso de haber chorizado cientos de miles de euros al erario, y con dos penas precedentes, acabe viendo rebajada su posible condena de 6 años a 8 meses es un buen ejemplo de rentabilidad penal, nada menos que del 89%. Ni los bonos griegos dan tanto rédito. Ahora bien, en su prosa de perfil bajo, Carrau incurre en un sofisma: La fortaleza del estado se demuestra cuando éste es escrupuloso siempre y en toda ocasión con sus principios de respeto de las garantías de los procesados, no cuando busca atajos porque es incapaz de conseguir por medios ortodoxos la prueba que sirva para condenar a los culpables. EEUU no demuestra su fortaleza cuando autoriza a escuchar todas las conversaciones de los habitantes del planeta, subvirtiendo los más elementales principios democráticos, sobre la base del peligro que suponen las redes terroristas. Al contrario, demuestra su extrema debilidad, una vulnerabilidad que le ha llevado a ciscarse en sus propios principios constitucionales. En el estado de derecho no hay atajos. La convicción de estar frente a los culpables de graves delitos –convicción que en muchas ocasiones comparto con Carrau- no equivale a la prueba que se precisa para condenarles. Probablemente sea frustrante para la fiscalía tener convicciones sin pruebas de cargo, pero eso no puede conducir a los defensores del interés público a buscar las condenas a cualquier precio, porque entonces el bien público se marcha por el agujero del retrete. Todavía me pregunto cómo pudo condenarse a Jaume Matas con argumentos tan “sólidos” como el de que resultara impensable que alguien tan controlador como el expresident no conociera los entresijos de los contratos que suscribían sus subordinados. En suma, todo un canto a la presunción de culpabilidad contra la que la civilización viene luchando desde las revoluciones americana y francesa de 1776 y 1789. No faltará quien crea que ser escrupuloso con los acusados de graves delitos supone darles una ventaja en muchas ocasiones infranqueable, o quien lea este artículo interpretando que pretendo exculpar a políticos corruptos. Bien al contrario, nada me gustaría más que, quien se demuestre que la haya hecho, la pague severamente. La clave está en la prueba, y para mí ésta es muy endeble si únicamente proviene de quien previamente ha sido encerrado cuatro años en prisión sin permisos y que, a cambio de una delación más o menos fiable, obtiene la promesa de su inminente libertad y el compromiso de no acusar a su familia de graves delitos. El precio pagado es muy alto y el vendedor ya ha mentido en demasiadas ocasiones. Por eso fue condenado, si no me equivoco.  

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