Así, la mayor parte de niños y de niñas jugaban, y corrían, y saltaban, y gritaban, sobre todo gritaban y corrían, en ocasiones sólo por correr, de aquí para allá, sin un por qué ni tampoco un destino fijo o concreto. Al mismo tiempo, unos pocos se quedaban charlando en un pequeño corro, o se sentaban, solitarios, en un rincón, como si, de alguna manera, pudiera vislumbrarse ya, a modo de preludio o de avance, cómo podían llegar a ser también sus respectivos caracteres al llegar a la edad adulta.
En la hora del recreo, había también siempre un profesor o una profesora vigilando para que nadie se hiciera daño, intentando evitar a la vez que hubiera posibles peleas. Y se jugaba a fútbol o al baloncesto, y se discutía sobre si hubo fuera de juego o si fue penalti, o sobre si fueron pasos o si el tiro era de dos o de tres puntos. Por todas esas razones, por muchos años que pasasen, solíamos recordar siempre con cariño y con agrado todos los patios escolares en los que habíamos jugado y también aquellos otros en los que igualmente hubiéramos deseado poder jugar.
En la infancia suele ser tanta nuestra energía, que a veces parece que sólo tenemos ganas de correr y de saltar, incluso cuando vamos con nuestros padres, o sobre todo quizás porque vamos con ellos, porque con los abuelos, en cambio, siempre solemos comportarnos de una forma un poco más tranquila y calmada. Pero es sobre todo estando en la escuela cuando parecemos disponer de una vitalidad prácticamente infinita, en especial en la hora del recreo. Y ahora a veces me pregunto si podrán seguir siendo así los niños y las niñas de hoy en el futuro.