En un proceso histórico en una democracia occidental, Álvaro García Ortiz, fiscal general del Estado, ha sido condenado por el Tribunal Supremo a dos años de inhabilitación por la comisión de un delito de revelación de secretos. Se le condena por la filtración a cierta prensa afín al Gobierno de la situación tributaria de un particular, Alberto González Amador, para contribuir al “relato” promovido por Moncloa -cuando se destaparon los trapicheos de Begoña Gómez- destinado a perjudicar a quien luego se convirtió en su pareja sentimental, la presidenta de la Comunidad de Madrid Isabel Díaz Ayuso.
Este proceso ha hecho aflorar el delictivo comportamiento del máximo garante de nuestra legalidad, que se implicó de forma injustificable en la refriega política, destruyó pruebas como un vulgar delincuente, no dimitió antes de ser juzgado -como la Ley obliga a cualquier fiscal-, se sentó en estrados revestido de toga y puñetas, y tuvo como abogados defensores a su segunda en la Fiscalía general y a la Abogacía del Estado, órganos que hubieran debido acusarle velando por el cumplimiento de la Ley. Todo ello cuando el ministro Bolaños acababa de presentar una reforma legal para atribuir la instrucción de los procedimientos penales a la Fiscalía.
También reveló el proceso el libramiento soterrado de varias batallas despiadadas. La primera, la de dos formas opuestas de entender la Fiscalía: una sometida a los intereses del poder político y otra independiente y respetuosa con la legalidad. El lunes 3 de noviembre, día en que comenzaba la vista, García Ortiz fue ovacionado por sus compañeros de la Unión Progresista de Fiscales en la sede de la Fiscalía general. En una secuencia cinematográfica con tintes distópicos, sus colegas aplaudieron sus ilícitas filtraciones ejecutadas en cumplimiento del objetivo político de ganar el “relato” a una odiada rival del Gobierno. Aclarando que los aplaudidores eran subordinados de García Ortiz en la Fiscalía general convocados -para el “espontáneo” aplauso- por su mano derecha, el Teniente fiscal Diego Villafañe, que incluso hizo acudir a empleados administrativos, a fiscales de la Fiscalía de Madrid y a otros que estaban allí haciendo un curso, y también que el propio Villafañe envió a otros compañeros a insultar a los agentes de la UCO durante su declaración en el juicio, cabe preguntarse: ¿apoyan nuestros fiscales progresistas que la institución se ponga al servicio del Gobierno para atacar a rivales políticos? Recordemos que otra importante agrupación profesional, la Asociación Profesional e Independiente de Fiscales (APIF), estaba personada en el procedimiento como acusación particular, solicitando para el fiscal general una severa pena de seis años de cárcel y doce de inhabilitación profesional.
Llamativas resultaron durante el juicio las desavenencias entre los propios fiscales. Especialmente entre las fiscales jefas de Madrid, la superior Almudena Lastra y la provincial Pilar Rodríguez (veteranas integrantes de la UPF, aunque Lastra la abandonó hace dos años por graves discrepancias con su línea actual). Frente al tono pausado y profesional de la primera, que se opuso y denunció las filtraciones del fiscal general, destacó la actitud crispada de la segunda -gran apoyo de García Ortiz, e inicialmente imputada en el procedimiento-, quien justificó su famosa frase de “añadir cianuro” a la nota de prensa de la Fiscalía provincial aludiendo a críticas sufridas de Ayuso por su supuesta falta de imparcialidad (que esa inaudita expresión acreditaba manifiestamente).
La segunda gran batalla aflorada en el juicio fue la de dos formas opuestas de ejercer el periodismo: los estómagos agradecidos a las prebendas del poder y los que persiguen las noticias bajo la dura independencia de la intemperie. Ejemplo lamentable de los primeros fueron los publicadores de exclusivas gubernamentales, quienes reivindicaron la inocencia del acusado manifestando conocer al verdadero filtrador sin desvelar su nombre, acogiéndose selectivamente al secreto profesional, aunque ninguno exhibió los polémicos correos ni justificó la no publicación de un “bombazo” informativo del que manifestaban disponer desde hacía días. Ejemplo luminoso de los segundos fue la declaración del subdirector de El Mundo, Esteban Urreiztieta, cuyas publicaciones dieron lugar a la frenética reacción de la Fiscalía, y que transmitió un rigor, precisión y claridad que reivindican la auténtica labor periodística.
El juicio demostró que Sánchez no tuvo empacho en enfrentar al Estado contra sí mismo, generando un deterioro enorme en la credibilidad de instituciones antes prestigiosas como la Fiscalía o la Abogacía del Estado. Y ha demostrado, además, que profesionales sin cualificación para desempeñar altos cargos acceden a ellos dispuestos a asumir cualquier exigencia del poder que les nombra, traspasando incluso los límites del Código penal. Aquí García Ortiz ha sido el tonto útil de las obsesiones de un presidente escasamente respetuoso con las reglas democráticas.
Al final, ha vencido el Estado de Derecho, que no consiste en nada más que sancionar los abusos del poder contra cualquier ciudadano particular.
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