La luz del amanecer suele ser, normalmente, la señal que indica a los amantes de la noche, a los bohemios, a los trasnochadores o a los jóvenes que quizás haya llegado ya el momento, por el momento, de retirarse a dormir y a descansar.
Para otras personas algo menos noctámbulas, la luz del amanecer suele coincidir, en cambio, con el instante en que se despiertan o en que deben prepararse para ir a su lugar de trabajo o para realizar todas las actividades que tienen programadas a lo largo de esa jornada que recién acaba de iniciarse.
Esa misma luz, la del amanecer, es la que desean compartir juntos algunos amantes momentáneamente libres u ociosos, mientras se besan, o se acarician, o se abrazan, o se dan mutuamente calor.
Todas las ciudades del mundo parecen despertarse y desperezarse también con la luz del amanecer. ¡Quién no ha soñado alguna vez con poder estar en esa hora mágica del día en una ciudad anhelada, con la persona amada, contemplando serenamente el horizonte!
En el otro extremo, la luz del amanecer puede resultar en ocasiones algo molesta, sobre todo para quienes han pasado una noche en blanco o sin poder dormir, a causa de la soledad, la angustia o el dolor.
Idéntica sensación pueden experimentar quienes tienen una excesiva sensibilidad hacia la luz o quienes necesitan que el espacio en donde se hallan se encuentre a oscuras y completamente en silencio.
Otras veces, por fortuna, quien ve llegar la luz del amanecer siente una alegría muy profunda y especial, porque mientras observa —o nota— esa luz sobre su rostro y sobre su cuerpo, es consciente de que ha podido derrotar de nuevo, una vez más, a todos sus demonios interiores, hechos casi siempre de miedos, de obsesiones o de culpabilidades que en el fondo carecen de un fundamento real.
La luz es entonces sinónimo de vida y de esperanza. La vida y la esperanza que conlleva siempre cada nuevo amanecer.



