OPINIÓN

La muerte de Charlie Kirk

La violencia política se cobró esta misma semana una nueva víctima mortal en Estados Unidos, la del activista político conservador Charlie Kirk, de 31 años de edad, que fue asesinado el pasado miércoles en el transcurso de un debate en la Universidad de Utah Valley, tras recibir un disparo mortal en el cuello con un rifle de caza.

El presunto asesino de Kirk, Tyler Robinson, de 22 años, fue detenido en la madrugada del viernes, después de que su arresto fuera facilitado por su propia familia. Hasta el momento, las informaciones que nos han ido llegando sobre las posibles motivaciones de Robinson para cometer el crimen son aún algo confusas o contradictorias, por lo que seguramente habrá que esperar todavía algún tiempo hasta poder tener todas las claves de lo ocurrido.

En este contexto, el mejor artículo que he leído durante estos días sobre ese terrible homicidio ha sido 'Charlie Kirk practicaba la política de la manera correcta'.  Fue publicado el pasado jueves en el New York Times y su autor es el periodista norteamericano Ezra Klein.

«La base de una sociedad libre es la capacidad de participar en política sin miedo a la violencia. Perder eso es arriesgarse a perderlo todo. Charlie Kirk —y su familia— acaban de perderlo todo. Como país, también nos acercamos un paso más a perderlo todo», empezaba diciendo Klein, que a continuación detallaba los principales episodios de violencia política vividos en Estados Unidos a lo largo de los últimos cinco años.

«Puede disgustarte mucho de lo que Kirk creía y la siguiente afirmación sigue siendo cierta: Kirk practicaba la política exactamente de la manera correcta. Se presentaba en los campus y hablaba con quien quisiera hablar con él. Era uno de los practicantes de la persuasión más eficaces de la época», proseguía este brillante columnista más adelante.

Su asesinato hubiera sido igualmente terrible en cualquier otro lugar o situación, pero que se produjera precisamente en una universidad y mientras estaba dialogando con diversos estudiantes muestra hasta qué extremos de odio estamos llegando en la sociedad actual.

Ezra Klein no conoció personalmente a Kirk, por lo que considera que seguramente no sea la persona más adecuada para elogiarlo, pero reconoce que envidiaba lo que construyó. «El gusto por el desacuerdo es una virtud en democracia. Al liberalismo le vendría bien más de su arrojo e intrepidez», apostillaba en ese sentido.

Otro argumento de Klein que me pareció irrefutable en su artículo del New York Times era que «no existe un mundo en el que la violencia política se intensifique, pero que se limite sólo a tus enemigos». Aunque eso fuera posible, «seguiría siendo un mundo de horrores, una sociedad hundida en la forma más irreversible de falta de libertad».

Para este reconocido analista, «la violencia política es un virus. Es contagiosa. En Estados Unidos hemos pasado por periodos en los que era endémica». Esos periodos serían sobre todo los años sesenta, setenta y ochenta del pasado siglo, abarcando desde el asesinato del presidente John F. Kennedy hasta el intento de asesinato del presidente Ronald Reagan. «Cuando la violencia política se convierte en algo imaginable, ya sea como herramienta de la política o como escalera hacia la fama, empieza a infectar a las personas temerariamente», sintetizaba en relación a este punto.

Su posterior reflexión sobre la política en Norteamérica hoy en día arrojaba, pese a todo, una pequeña luz de esperanza: «La política estadounidense tiene bandos. Es inútil fingir que no los tiene. Pero se supone que ambos bandos están en el mismo lado de un proyecto mayor: todos estamos, o la mayoría de nosotros, al menos, intentando mantener la viabilidad del experimento estadounidense». Por ello, «podemos vivir perdiendo unas elecciones porque creemos en la promesa de las siguientes; podemos vivir perdiendo una discusión porque creemos que habrá otra discusión».

Sin embargo, la cíclica violencia política en su país pone todo eso en peligro. «Kirk y yo estábamos en bandos diferentes en la mayoría de las discusiones políticas. Estábamos en el mismo bando sobre la posibilidad continua de la política estadounidense. Se supone que es una discusión, no una guerra; se supone que se gana con palabras, no se acaba con balas», remarcaba Klein de manera muy acertada.

«Quería que Kirk estuviera a salvo por su bien, pero también quería que él estuviera a salvo por el mío y por el bien de nuestro gran proyecto común. Lo mismo vale para Shapiro, para Hoffman, para Hortman, para Thompson, para Trump, para Pelosi, para Whitmer. Todos estamos a salvo, o ninguno lo está», concluía.

La mayoría de las reflexiones de Klein podrían servir perfectamente para cualquier otro país occidental que también se encuentre sumido en la actualidad en un clima de creciente —y suicida— polarización, como por ejemplo ocurre ahora mismo en España.

Esa degradación de la política y por tanto también de la convivencia se debe, por una parte, a que casi todos somos hoy infinitamente menos tolerantes, respetuosos y abiertos que hace apenas unos años, y se debe también, por otra parte, al creciente empleo de un lenguaje cada vez más visceral, tendencioso e inexacto, sobre todo en las redes sociales y en algunos medios, a la hora de hablar sobre la realidad diaria. Ese lenguaje incluye también cada vez más la ira, el menosprecio o el odio hacia quien piensa diferente.

El uso y abuso de términos como «fascista», «ultra», «nazi», «extrema derecha», «extrema izquierda» o «estalinista» serían buenos ejemplos de ello. Seguramente, no sea este el momento ni el lugar para explicar qué fueron exactamente el fascismo, el nazismo o el estalinismo en su sentido real e histórico, pero lo que sí podríamos decir ahora es que fueron tres movimientos criminales y autoritarios que no tienen nada que ver con lo que estamos viviendo hoy en nuestras frágiles democracias, enfermas sobre todo de populismos de todo tipo, aunque se puedan establecer algunos paralelismos tangenciales con los años treinta y cuarenta en algunos casos.

Si lo que leemos o escuchamos casi cada día —incluso por parte de algunos de nuestros amigos— fuera cierto, en estos momentos tendríamos en España unos once millones de fascistas y unos once millones de estalinistas, dos cifras que no creo que sean demasiado ajustadas a la verdad.

En paralelo, muchas personas inequívoca e intachablemente demócratas están siendo tildadas hoy de manera recurrente como «fascistas» o «fachas», sobre todo como insulto y a veces también casi como amenaza, sólo por no ser de izquierdas o por haber osado criticar respetuosa y tímidamente determinadas actuaciones del actual Gobierno en alguna ocasión. Esta preocupante tesitura en la que nos encontramos hoy probablemente continúe, pero en sentido inverso, cuando haya un nuevo Ejecutivo en España que tenga otro color político.

Por todas esas razones y por algunas otras más, deberíamos de tener siempre presentes las certeras y sentidas palabras de Ezra Klein en memoria de Charlie Kirk: «Todos estamos a salvo, o ninguno lo está».

Josep Maria Aguiló

Nacido en Palma en 1963. Licenciado en Filosofía por la UIB. Periodista y escritor. Mi último libro publicado es 'El retorno de los duendes'. Además de redactor en mallorca diario.com, colaboro también en Última Hora y El Debate.

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