Al menos mil setecientos empleos directos y varios centenares vinculados a las productoras adscritas desaparecen tras la decisión de la Generalitat Valenciana de cerrar su cadena autonómica. Cuando hace un cuarto de siglo los telespectadores levantinos ampliaron su escasa oferta audiovisual con una nueva emisión local, comprendieron enseguida que “Canal Nou” no era sólo una referencia cardinal, sino la concreción de la nueva apuesta por la información de proximidad que planteaban las comunidades y algunos ayuntamientos. De entonces ahora, mucho han cambiado las cosas: primero fue la aparición de la oferta analógica privada; poco más tarde la proliferación de licencias en TDT y el libre acceso a otras vías de emisión; para rematar, la crisis publicitaria. La proliferación de la competencia ha supuesto una reducción progresiva de las cuotas de pantalla y, en consecuencia, han menguado mucho los resultados de explotación. Tanto así, que en los últimos cinco años las televisiones autonómicas han perdido dos tercios de sus ingresos y todas juntas facturan la sexta parte de lo que vende sólo Antena 3. Mientras tanto, aunque se ha recortado algo en los últimos tiempos, su coste operativo sigue siendo casi diez veces superior a su volumen de negocio, lo que supone un déficit anual conjunto cercano a los mil millones de euros. Este panorama es un denominador común, si cabe más grave en la RTVV: en 2011 –último ejercicio con memoria publicada– arrojó pérdidas de 171 millones, acumuladas a unos fondos propios negativos de 1.217 millones. Técnicamente, debía haber sido disuelta bastante tiempo atrás. Esta sangría ha tratado de cauterizarse en la Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera fijando un límite máximo de gasto anual que no podrá superarse y la obligación de compensar cualquier déficit con un recorte en el gasto de la misma cuantía al año siguiente. Aun así, todos los Entes Públicos y Corporaciones, más aún los nacidos esta última década, irán extinguiéndose paulatinamente, bien por la cesión a gestores privados (de difícil encaje en estos momentos de oferta expansiva y contracción del mercado) o por el cierre más o menos traumático de sus instalaciones. Con todo, la clave seguirá estando en la traducción práctica de su objeto social como servicio público, más allá de los intereses políticos que siempre han terciado en la televisión y no en otros soportes de información desde la instauración de la democracia, porque la prestación de un servicio esencial que promueva la cohesión y la equidad, en ausencia de iniciativa privada, no arroja beneficios. Otra cosa es la grave competencia desleal que supone su doble financiación y que, lejos de suplir una carencia general, obstruye el desarrollo de un espectro radioléctrico comercial desaprovechado, que no supondría coste alguno al erario público.





