Libros, rosas y sudor, mucho sudor

Veamos: el pasado domingo, día 23 de abril del 2017, festividad de Sant Jordi, las calles de Barcelona se inundaron, un año más, de gente que quería celebrar, con alegría, una jornada repleta de ilusión y ensueño. Cientos de personas de todas las razas, religiones e ideologías, se echaron a la calle para recrearse en una fiesta colectiva basada en la literatura y en la floricultura, es decir, en el amor más puro y virtuoso. Una amalgama de individuos de todos los colores y condiciones reflejaban en sus rostros el candor y la inocencia del momento. El día, soleado, brillante y refulgente, se añadió a otros factores que realzaban el alborozo generalizado, universal. Los más jovencitos, inquietos por naturaleza, no daban crédito a lo que sus ojos observaban; aquellos que, en plena juventud, se sienten atraídos por la llama de la ternura amorosa, se abrazaban, sin recato, dando así una imagen de continuidad vital; las personas de mediana edad plasmaban en sus rostros la virtud de la serenidad; y, los más ancianos entregaban su pensamiento al dios de la clemencia e intentaban, no sin pesar, resolver sus cada vez más próximas dudas sobre la supervivencia. El espejo zenital reverberaba una alegoría de la Paz, así, con mayúsculas. El fervor popular, laico (aunque la fiesta provenga del santoral) resurgía de las cenizas de la cotidianidad para convertirse, por un solo día, en un espectro de magia y encantamiento colectivo.

Sí, vale, de acuerdo, pero veamos esta crónica edulcorada desde otro punto de vista: ¿son ustedes plenamente conscientes del coñazo que representa estar embutidos en el interior de una masa informe, ni que sea durante un breve período de tiempo? ¿Saben ustedes qué implica, para una persona de espiritu libre y solitario, aparecer en medio de la muchedumbre despersonalizada (ni niños ni ancianos: animales racionales, como mucho; candidatos al nicho, como poco) e intentar avanzar unos pasos, frenado por la inquietante paralización humana?

La ingente aglomeración dominical era, además, silenciosa. Este factor favorece, aún más, si cabe, la sensación de inquietud ante cualquier atisbo de perturbación improvisada o no tanto. En una manifestación en contra, normalmente, de algo o alguien, el gentío berrea una serie de consignas que alivian, sin duda, el miedo a la pérdida de control sobre el sentido común; se pueden ver pancartas y se oyen en primer plano alaridos que se alzan por encima de la masa animando al pueblo a vocear y corear gritos de indignación o, en su caso, loanzas. Por si esto no bastara, en este tipo de protestas o alabanzas, la gente va en una misma dirección (lo que evita gran cantidad de malentendidos direccionales) y sigue una ruta previamente fijada por los organizadores de turno; eficacia. Por contra, el tropel humano del día de Sant Jordi avanza a tontas y a locas, sin rumbo fijo, a la buena de Dios, sin prisas y con muchas pausas. El choque de sudores está garantizado. Aún por encima, incorporados al amasijo febril de la caterva humana, brotan miles y miles de guiris con maletas rodantes incorporadas. El no va más. Y todo este cafarnaúm sucede en medio de un silencio aterrador, amenazador, turbador, escalofriante. No hablan: o intentan corretear, los chiquillos; o se entrelazan los brazos por encima de los hombros (para fortalecer la muralla y cerrar, aún más, las aspiraciones del posible paseante); o se besan y se dejan arrastrar, impávidos los amantes, por la chusma; o se caen, los más seniles, y acaban de entorpecer el ya cutre entorno.

Es, en definitiva, una fiesta la mar de bonita pero imposible.

  1. Escribo estas notas con mis pies hundidos en un barreño con agua y sal, mi cuerpo todavía contusionado y el terror (de lo que podría haber pasado) inyectado en mi mente. No hubo que lamentar víctimas; que se sepa.
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