Lluvia de otoño

Siempre debería llover cuando no hubiera nadie que pudiera mojarse, ni el pescador ni el campesino ni el obrero ni quien trabaja —o quizás vive y duerme— a menudo en la calle.

Debería llover sólo cuando los enamorados, los solitarios o los seres melancólicos salen a pasear, con el paraguas o con un pequeño chubasquero, tranquilos, sin rumbo, sin destino, sin prisas, andando serenamente.

Debería llover de madrugada, suavemente, cuando las calles están desiertas y casi todo el mundo duerme o descansa, cuando se escuchan las campanas de viejas y lejanas iglesias, y el mundo parece diferente, tranquilo, en paz.

Debería llover de manera casi imperceptible, por los parques vacíos, por las playas en diciembre, junto a los tiovivos de las pequeñas ferias, por los jardines abandonados o por las calles y las callejuelas quizás hoy algo olvidadas de muchas poblaciones y ciudades.

Debería llover al final de algún hermoso viaje que hemos hecho, cuando nuestro avión empieza a despegar en medio de la noche y por la ventanilla del aeroplano vemos las lucecitas de la bellísima ciudad que hemos visitado y que poco a poco vamos dejando atrás, para, tal vez, ya nunca más regresar a ella.

Debería llover cuando escuchamos música, o leemos, o escribimos una carta o un mensaje, o aún estamos en la cama, o somos espectadores, desde nuestro balcón, de cómo pasean los enamorados, los solitarios o los seres melancólicos.

Debería llover los días entreverados de nubes y de sol, para poder ver, así, en el horizonte, el arcoíris, y para poder respirar luego el aire fresco y limpio que, después de la lluvia, parece darnos siempre una nueva y desconocida vida.

Debería llover como lo hacía en los lejanos días de nuestra infancia, aunque algunas veces —sólo algunas veces— esos días estuvieran rodeados de soledad, de temor o de tristeza.

Debería llover a lo largo de todas las estaciones, pero en especial durante el otoño y el invierno, sin que el agua llegase a causar nunca ningún posible daño a nada ni a nadie.

Esa lluvia tan pacífica y benefactora, podría ser una lluvia que empezase quizás al atardecer de un día de otoño y que progresivamente se empezase a escuchar sobre los edificios, sobre los árboles, sobre los toldos, sobre el alfalto o sobre las hojas ocres caídas que serán retiradas en unas horas, como en la preciosa y nostálgica canción del gran Ives Montand.

Debería llover a lo largo de muchas noches del otoño, quizás también en esta fría noche de octubre que llegará en unas pocas horas y que será al fin de verdad otoñal, tal vez no sólo en Palma, sino quizás también a lo mejor en Venecia, en Madrid, en Praga, en Florencia, en Londres o en París.

Debería llover durante toda esta noche, sí, cuando los cafés estén llenos no sólo de personas alegres y bulliciosas, sino también de enamorados, de solitarios y de seres melancólicos, y todos hablen y beban, y se escuchen risas y charlas animadas, y se escondan las penas o los pequeños sinsabores cotidianos.

Debería llover también en otras futuras noches otoñales, del mismo modo en que lo hizo también siempre en el pasado, cuando con el transcurrir de los años nosotros ya sólo seamos algún día silencio, memoria y tierra.

También entonces, sobre todo entonces, debería llover, para que la lluvia impregnase nuestra alma y nuestro espíritu con su misterio y su esperanza, con su vida y su belleza.

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