Los libros viejos

Desde siempre, me he considerado un apasionado visitante de las llamadas librerías de “viejo”, establecimientos donde –como su nombre indica a la perfección- se compran y venden volúmenes previamente usados.

En este tipo de locales comerciales-culturales no se suelen encontrar peregrinas rarezas bibliográficas, pero sí muestras curiosas, interesantes y, sobretodo, libros inesperados. No tenemos ni la más remota noticia de un determinado volumen; no pasaba por nuestra imaginación  la posibilidad de leer tal libro. Y he aquí que, de pronto, se nos aparece. Nuestra curiosidad intelectual se despierta ya con el simple hallazgo. No se trata de un volumen raro pero, este ejemplar no lo podríamos encontrar en las librerías normales.

Ante nosotros se abre una pequeña perspectiva histórico-literaria que antes no teníamos. Nuestros conocimientos sobre determinada materia queda, con la lectura de este libro, completados.

Estamos hablando de unos puestos de venta (a veces en la calle y, en algunos casos, interiores) con un aspecto ligeramente bohemio y desordenado. Un cierto aroma a papel rancio nos invade los sentidos y consigue que respiremos antigüedad por todos nuestros poros.

Los “tenderos” que atienden dichos puestos suelen ser gente avezada a la cultura, amantes del saber, doctos en una gran cantidad de materias espirituales. Normalmente, buena gente; amables, serviciales, discretos…

Una anécdota vivida: el padre de uno de mis mejores amigos – un catedrático de biología, hoy fallecido, y de prestigio internacional- logró adquirir una cultura absolutamente generalizada gracias a este tipo de comercios. El hombre frecuentaba todos los espacios de este género para cumplir con un ritual que, evidentemente, requería de un cierto esfuerzo por su parte. Este “sabio” partía de la base de que solo con comprar aquellos libros que a  uno le apetecían leer, la restricción de conocimiento se hacía patente; se encasillaba, brutalmente, el conocimiento humano.

La operación que le permitía adquirir una auténtica cultura general, consistía en entrar en todos los establecimientos del ramo y, con los ojos cerrados, llenar sus manos de ejemplares sacados bien de las estanterías sin orden alguno, bien de las cajas donde se amontonaban volúmenes y volúmenes a la tun-tun…y, claro, se “obligaba” a leerlos –cosa que hizo siempre.

Con este comportamiento ejemplar el hombre además de ser una autoridad mundial en su materia, la biología (concretamente la genética), conocía, aunque superficialmente, una temática universal de gama diversa y variada: desde el reglamento del ping-pong a la historia de Mongolia, pasando por la física cuántica o la pintura holandesa del siglo XVII.

Todo un honor haberle conocido.

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