Escribir una carta a Santa Claus podía ser una buena forma de extender los deseos de buena voluntad que compartimos estas fechas, alcanzando hogares donde hasta ahora solo llegan cantinelas. Muchos rincones, cerca de nuestra casa, siguen sin posibilidades técnicas de leer esta misiva, ni ánimo para descifrar el significado de algunas palabras; aunque las luces de algunas calles y las casetas en varias plazas disfracen la terrible miseria en la que viven muchos compatriotas.
Cuando los ecos del sorteo más célebre se disipan y sólo queda el consuelo de la salud, nos enredamos en una vorágine donde parece que el mundo se acaba, pero llega la tranquilidad cuando la mesa está puesta, hasta que los buenos deseos para un año que comienza tropiecen con la duda de quién lo pilota. Cada año se repite la tradición de que salte la chispa entre gente variopinta que dialoga sobre diversidad de temas, pero esta vez es probable que la política prenda como la gasolina. Las hipótesis sobre la composición del próximo gobierno se multiplican, como los resultados posibles de una quiniela, por lo que la gobernabilidad y sus consecuencias es probable que ocupen más protagonismo del habitual, en las tertulias improvisadas de la sobremesa. Parece inevitable que, entre turrones y cava, se debata sobre la encrucijada con la que comienza un nuevo lustro en el sur de Europa, que se ve algo oscuro a pesar de la luna llena.
Ninguno podrá decir que las urnas han hablado con claridad, ni que han dictado sentencia contra una de las dos Españas, porque nunca los bloques estuvieron tan cerca. Ni en el 79, cuando los socialistas podrían haber unido sus fuerzas a los comunistas y nacionalistas para evitar la agonía de Suarez tres años antes de su gran revancha, vimos un parlamento con una composición tan fragmentada e incapaz de resolver el galimatías, a pesar de tener una democracia recién nacida. Pero entonces funcionaban reglas de convivencia no escritas, que obligaban a quienes sabían lo que estaba en juego. En este momento se ha desatado la moda de darle a todo la vuelta, sin sopesar las consecuencias.
Cuando ahora parece que algunos solo piensan en sacar a Rajoy de la Moncloa, sería deseable que piensen primero en la gente que se queda sin poder celebrar las fiestas, porque no quiere más corrupción ni despilfarro, pero no solo de honestidad vive el ser humano y espera también trabajo con el que llegar a fin de mes, servicios públicos eficientes y políticos que cumplan sus promesas. Es probable que se pueda hacer mejor de lo que se ha venido haciendo en la última década, pero no hay mucho margen para confiar en resultados milagrosos, lo diga quien lo diga. Bueno sería, pues, que cunda la abnegación entre los representantes de los partidos con representación parlamentaria para que el “no” se sustituya por el “depende” y los bedeles del Congreso abran todas las puertas.
Es tiempo para que cunda la altura de miras y nos dejemos de palabrería. Imponer paridad entre los Magos de Oriente o vestir de rosa al Jesús de los cristianos son solo tonterías con las que distraer la atención de la gente, como el panem et circenses del siglo XXI, cuando lo que importa es procurar una buena cosecha para que vaya al circo quien quiera, pero que cada día la mayoría tenga algo más que pan para llevarse a la boca.
Mi carta a quien la encabeza, para evitar otro insulto a la inteligencia, termina con la esperanza de un mundo libre de rencor y demagogia, que conciba la Navidad con el respeto a lo que representa y la expresión renovada de que somos capaces de mejorar el pasado, sin tener que definir si es niño o niña.
Molts d’anys!