Mentirosillos

En 1774 se publicó una recopilación de las cartas que Philip Dormer Stanhope, cuarto conde de Chesterfield, había ido escribiendo a su hijo. Stanhope, hombre de mundo, admirado por Voltaire y Swift, se encargó de sintetizar la sabiduría acumulada a lo largo de su vida en una serie de enseñanzas y consejos útiles. Las cartas son un legado esencial que su hijo, muy probablemente, no aprovechó, limitándose a trazar su propio camino cayendo en los baches habituales.

Si yo hubiera sido Lord Chesterton habría añadido una lección esencial: aprende a desconfiar de ti mismo porque mentimos como cosacos. Inadvertidamente, a nosotros y a los demás. De hecho es muy posible que hayamos desarrollado la capacidad de mentirnos a nosotros mismos para mentir más eficazmente a los demás. Porque mentimos, sobre todo, para proyectar una mejor imagen de nosotros mismos. Como somos animales sociales, ganar el respeto de la tribu –o al menos evitar su antipatía- era una cuestión de vida o muerte, y por eso la selección natural ha hecho que desarrollemos innumerables sesgos cognitivos y de memoria, de los que no somos conscientes. Eso explica que nuestra capacidad de razonar no haya evolucionado para encontrar la verdad, sino para buscar en tiempo real argumentos que nos permitan quedar bien, aunque sean falsos.

Fíjense en la memoria. La policía sabe perfectamente que si se inventa un inexistente coche rojo aparcado en la escena de un crimen, y lo menciona a un testigo, es muy posible que éste lo mencione en posteriores interrogatorios. Es más: es posible que ese coche fantástico acabe convirtiéndose en el episodio más vívido del incidente. Los enormes esfuerzos tecnológicos de la Tyrell Corporation para incrustarle recuerdos falsos a la replicante Rachel (oh, vamos, no me digan que no han visto Blade Runner) eran, en realidad, innecesarios: tras un par de charlas bien dirigidas, en las que se hubieran mencionado los recuerdos adecuados, ella habría acabado asimilándolos. Así que desconfíen de su memoria más allá de unos meses. No sigan pensando en ella como una foto fija que se va desdibujando y perdiendo calidad con el tiempo: es algo que extraemos, borramos, y reescribimos con los nuevos datos de que disponemos, y siempre a nuestra mayor gloria. Esa italiana que usted recuerda de un verano adolescente no estaba tan buena, no lo miró con lascivia y desde luego no se acostó con usted. Más vale asumirlo cuanto antes.

Pero no es solo la memoria: estamos atiborrados de sesgos. ¿Que no me creen? Un elegante experimento demostró que si hay dos sitios libres frente a dos pantallas en las que se proyecta la misma película, y uno es junto a un discapacitado, la gente tiende a elegir este último. Ahora bien, si las películas que se proyectan son distintas se suele evitar al discapacitado. ¿Por qué? Porque la diferente película le va a permitir racionalizar un rechazo íntimo: no me senté junto a él porque me apetecía más la otra. Es decir, si tenemos una buena racionalización a mano es más probable que afloren nuestros verdaderos impulsos, y que estos no sean muy bonitos. Ahí va otro experimento: si un tipo con bata da una charla, y se inventa que está demostrado que la genética y la cultura determinan el comportamiento de las personas (eliminando así el libre albedrío), aumentan exponencialmente las posibilidades de que los asistentes engañen en un experimento posterior (porque de repente disponen de una buena racionalización a mano: qué le voy a hacer, no soy un tramposo sino una víctima de la genética). Todo esto demuestra una vez más que no somos tanto racionales como racionalizadores, y si no que pregunten a los diputados del PSOE que, para conservar el empleo, votan el desmantelamiento del estado de derecho diciendo que es por parar a la ultraderecha.

En fin, volviendo a los consejos de Lord Chesterfield, incluiría que aprender a desconfiar de uno mismo, y activar rutinariamente un radar para la detección de sesgos -algunos seguirán pasando bajo él, pero interceptaremos muchos- es esencial para no ser un merluzo. No es fácil detectarlos en uno mismo, y aunque es más fácil observando a la gente cercana, renuncien a hacerlo con su pareja o acabarán durmiendo en la calle. Sigan disfrutando del verano.

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