¡No digas que fue un sueño!

Esta semana he cogido unos días para descansar, ya que, como todos los años, mis amigos de San Sebastián han venido a visitarnos.

Como mujeres que somos es de obligatoria realización el ritual de la jornada de compras por nuestra ciudad palmesana, ese día que disfrutamos y aprovechamos para ponernos al tanto de nuestros problemas, nuestras preocupaciones y nuestras alegrías.

Este año, ese día ha tenido un cariz agridulce, ya que nuestra amada ciudad se encontraba casi vacía de turistas.

Como si se tratara de un sueño, nos hemos visto paseando por una calle, San Miguel, sin gente apenas, entrando en tiendas vacías y que regalaban los productos que tenían que ofrecer y mirando más que nunca el precio de todo aquello que queríamos comprar.

Siempre he sido amante del pequeño comercio, porque la cercanía con los propietarios y dependientes 'de barrio' jamás será comparable con lo que se siente cuando se compra en una gran superficie impersonal.

Esos comercios en los que el empleado te llama por tu nombre de pila, que sabe muchas cosas sobre ti, y que te pregunta por tu familia como si veraneaseis juntos.

Esa persona que te cuenta lo agobiada y estresada que está, lo mal que se ve todo, y que, en realidad, no sabe cuánto tiempo más aguantará abierto su pequeño comercio.

Ese restaurante de toda la vida, donde te ofrecen el plato del día y te aconsejan no pedir merluza porque hoy no está fresca, o el frutero del Olivar que te dice que esperes a mañana para llevarte los aguacates, porque esos que ves ahí, no son buenos para ti.

La floristería de la señora María, donde compro las flores que subiré al despacho, y Manolo, el del café que me tomo cada día en la esquina de calle Vilanova.

Este año, en ese recorrido anual al que llevo a mis amigas cada año, esas tiendas que saben tratarme tan bien y que tanto me gustan estaban marchitas, porque, en pleno mes de agosto, tienen que cerrar al mediodía, ya que han tenido que despedir a la dependienta que les ayudaba, o, como me comentaban en un comercio de la zona, liquidar todo el género porque ya no llegarán a Navidad.

Todo ello portando unas ridículas, aunque necesarias, mascarillas por si el virus del coronavirus se transmite entre los compradores y los dependientes.

Como si de un sueño se tratara, esa imagen con las bocas tapadas que no nos deja reconocer fácilmente a esas personas que normalmente saludábamos deseándoles 'buenos días', parece casi kafkiana y me produce un escalofrío por todo el cuerpo, y me apena tener que ver a nuestra ciudad y nuestro mundo como en la peor de las pesadillas.

Esta noche, no nos quedaremos a cenar fuera; lo haremos en casa, con esa comida comprada en el mercado, ya que nosotros, estos días, también restringimos las salidas a simplemente un par de ellas; por si las moscas, iremos exclusivamente a los lugares de total confianza donde en la terraza nos podremos quitar esas mascarillas para deleitar nuestros paladares y nuestras almas, añorando un mundo que, tal vez, algún día volvamos a tener, o tal vez...

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