No es tan mayor Michael Douglas para sopesar si merece la pena seguir con su vicio aunque le robe algún año de vida. Ha vuelto a fumar apenas un año después de superar un cáncer de garganta que él mismo atribuyó al tabaco. Poco le ha durado la buena voluntad, esa que expresan quienes han salido de un trance mortal: a partir de ahora, todo será distinto, me cuidaré más, empezaré a valorar otras cosas. Aparece en la foto de la noticia con el cigarrillo liado, no se sabe si con algo más que tabaco, con gesto de protección que se desconoce si es para resguardarlo del viento o para que no le vean, que no le pillen fumando. Como un adolescente inconsciente. O como un fumador empedernido que antepone el placer a la salud. Este es uno de los placeres que matan, lo sabemos todos, y él más. Pero no cede. No se trata de afearle su dependencia, ni de moralinas. Michael Douglas puede hacer lo que le da la gana con su cuerpo, con su ya casi vejez, con el tiempo que le quede por delante, con su calidad de vida, faltaría más. Pero Michael Douglas es un personaje mundial, esa estampa ha recorrido el mundo, y no es precisamente ejemplo para miles y miles de enfermos de pulmón y garganta que han sido fumadores, para miles y miles de personas tocadas por el cáncer a causa del tabaco. Eso es lo que se puede afear y reprochar a un actor que ha sido ídolo para muchos espectadores y que pudo haber sido ídolo para quienes luchan por salir de esta trampa mortal del cigarrillo. No estaría mal que dijera que han sido un porro esporádico contra la ansiedad, que han sido unas caladas prestadas, que ha sido una prueba para convencerse aún más de que ya no lo necesita, que ha superado la adicción. Pero que diga algo que sirva a alguien para no volver a caer en esa excitante y placentera tentación. Al menos, que haga la promesa de que jamás lo volverán a cazar con un cigarrillo en la mano. Y que luego haga con su vida lo que quiera.
