Para entendernos mejor

Nos dejó dicho Martín Alonso que “el lenguaje es un hecho natural en el hombre. Aprendemos a hablar sin estatutos ni preceptos”. Estamos, sin duda, ante un mecanismo complicado, muy complejo, en el que intervienen cuatro órdenes: el físico (sonidos), el orgánico (acción y reacción de ciertos órganos como los pulmones, la laringe, la campanilla, la lengua, los labios), el anímico (un determinado estado de conciencia, proceso psíquico) y el espiritual (cada agrupación de sonidos, del que habla y del que escucha, supone un trozo de su mundo vital).

El lenguaje, que es también un hecho social, no es nunca para nosotros algo abstracto, genérico, sino un idioma concreto y determinado. Nada nos resulta tan íntimo y familiar como él, con ninguna otra cosa nos identificamos tanto y no sólo para comunicarnos con los demás, sino también –quizá ante todo- con nosotros mismos” (Savater).  Completamente de acuerdo. La lengua no es algo estático, creado por expertos, los filólogos, ni por instituciones o academias lingüísticas, ni por políticos. La lengua es algo vivo, dinámico, que se construye y deconstruye en el tiempo  a través del uso diario y de las más diferentes interacciones sociales, internas y externas. La lengua es un proceso en constante transformación en el tiempo. Pero, eso sí, siempre sus cambios, como su uso, obedecen a las necesidades y utilidad de la gente que la emplea.

Desde esta perspectiva, se ha subrayado, sin oposición alguna, que el pueblo es el creador de la lengua. Este es quien, en el uso diario del lenguaje, hace que surjan nuevas palabras, diferentes expresiones, distintos  giros  y significados. “La lengua es del pueblo soberano, que hace y deshace, no de los filólogos ni los académicos” . Como dijo José María Pemán, “se es lengua cuando se tiene alojada con sus palabras una gran literatura”, como ocurre en las Islas Baleares. 

La lengua, sin duda alguna, tiene mucho que ver con la cultura del pueblo, con sus experiencias a través de la historia, con la propia concepción del mundo que haya abrazado en cada momento de su caminar, con sus costumbres y sus tradiciones. En definitiva, con su historia. Ahora bien, “porque cada lengua es un instrumento para la socialidad  humana y como tal es juzgada por las prestaciones que ofrece a quienes la practican. Sin duda podemos establecer lazos sentimentales con ellas como con otras fieles y bellas herramientas que antaño mejoraron nuestra vida, pero a fin de cuentas acaba imponiéndose el pragmatismo: por mucho cariño romántico que le tengamos a nuestra yunta de bueyes, es difícil que llegado el caso no la cambiemos por un moderno tractor… sobre todo si nuestros vecinos ya operan con uno” (Savater).

En efecto, creo que, en Baleares, hubo un momento de su historia, más reciente, en el que, más allá de sentimientos y fidelidades a la ‘lengua mallorquina y balear’ e, incluso, al idioma castellano, el español, ‘lengua oficial del Estado’, perfectamente conocida en Baleares, se impulsaría un primer hecho trascendental, que influirá decisivamente en el bilingüismo imperante. Me refiero a la opción del ‘boom turístico’, que impulsó y logró un gran desarrollo económico. ¡Cuántas cosas habrían de cambiar en Baleares! 

Asistimos, en consecuencia, a un cambio social y a un incremento poblacional sin precedentes. Desarrollar el modelo adoptado reclamó la presencia progresiva de numerosos trabajadores, prioritariamente llegados de la península, en muchos casos con sus respectivas familias. Fijaron aquí, con carácter definitivo, su residencia. Aparecieron los ‘forasters’. Estos se vieron incrementados con la emigración extranjera, sobre todo hispanoamericana y de un tipo de emigrante europeo (alemán, de modo preferente), que, en bastantes casos, también fijó aquí su residencia. La población sufrió un incremento más que notable: ‘Ya somos 1.251. 086.  La población crece en 12.501 personas en un año. El 95% de los nuevos residentes ha nacido en el extranjero’, como subrayó recientemente UH. 

El hecho de referencia no habría de ser indiferente para la cuestión lingüística. Al contrario, habría de influir, y seguirá influyendo, en el desenvolvimiento y en el uso que  si hiciese del bilingüismo imperante. El castellano, el idioma español, pasó a ser el más usado con muy notable diferencia. Sin embargo, se piensa y actúa en mallorquín, al menos en casi  todo lo que tiene que ver con la gestión de lo público. El  ciudadano mallorquín, a pesar de la imposición del catalán estándar realizada con la complicidad manifiesta de la derecha y la izquierda políticas,  no piensa, ni por ensoñación, como el catalán.

A partir del estado de cosas que ofrece la situación poblacional, es muy evidente el riesgo existente:  se impondrá, progresivamente, la tendencia  a arrinconar de hecho y a caminar hacia su extinción de uno de los polos del actual bilingüismo. “Nadie pierde su lengua, sino que, llegado el caso, la cambia por otra que cree mejor, más útil.  Y, por supuesto, todos siguen con una visión del mundo puesta. Porque cada lengua es un instrumento para la socialidad humana y como tal es juzgada por las prestaciones que ofrece a quienes la practican” (Savater). 

Dicho en otros términos, el riesgo está en relación directa con una actitud pragmática. Por ello, “la única lengua cuyo uso ha retrocedido y que está en riesgo es el catalán” (Editorial UH, 5.09.25). No se intuye una modificación en la actual tendencia. Más bien, al contrario. El final será irremediable porque así lo habrá querido el usuario, el pueblo.

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