Mis trece poemas

Decía el maestro Julián Marías que hasta los veinte años todos escribimos poemas y que a partir de esa edad sólo los escriben los poetas.

Es una afirmación con la que siempre he estado de acuerdo, aunque en dos casos concretos, el de Arthur Rimbaud y el mío propio, no sería exactamente así, pues el gran Rimbaud dejó de escribir poesía precisamente a los veinte años de edad, mientras que yo lo hice a los veintisiete, después de un pequeño desengaño amoroso.

Mi primer poema lo había escrito con doce años de edad, a principios de 1976, siendo monaguillo en la iglesia del Socorro de Palma. Era un texto de carácter religioso, dedicado a la Virgen María, del que aún recuerdo con exactitud sus cuatro primeros versos: «Oremos a nuestra madre,/ la Virgen María,/ pues ella nos cuida/ de noche y de día». Era un poema muy sentido, que además le gustaba mucho a mi añorada madre.

Como la celeridad no ha sido nunca una de mis virtudes, mi segundo poema no lo escribí hasta un año después, cursando ya octavo de EGB, en el Colegio San Agustín. Su contenido poético era, en esa ocasión, esencialmente profano, pues sólo hablaba allí de dos de los principales protagonistas de la exitosa serie de animación japonesa Marco, en concreto, del propio Marco y de su inseparable monito Amedio.

De ese segundo poema sólo tengo hoy presente en mi memoria parte del penúltimo verso y también el verso que servía como epílogo: «...que se fue a América/ y volvió. Qué remedio». Por cuestiones de rima, intuyo que en esa parte final me estaba refiriendo única y exclusivamente al bueno de Amedio.

Lo que sí recuerdo claramente es que un día lo leí en clase y que fue más o menos bien recibido por mis compañeros de 8º A, pero aun así, nunca más volví a repetir esa experiencia declamatoria, tal vez por mi excesiva timidez congénita.

Mi hasta entonces algo escasa producción literaria se interrumpió de manera provisional en aquellas fechas, aunque no sabría decirles muy bien por qué, pues como lector la poesía me seguía gustando mucho.

Tendrían que pasar algo más de trece años para que volviera a escribir poemas. Ocurrió en el verano de 1990, en mi primera temporada como coordinador de vuelo de Iberia en el aeropuerto de Son Sant Joan. Este hecho es especialmente relevante en este caso, pues la circunstancia que me movió a coger de nuevo la pluma fue que aquel estío me enamoré de una compañera de trabajo también recién llegada.

Sólo coincidía con ella un día a la semana, en el primer turno de cada sábado, entre las doce de la noche y las siete de la mañana, que era un turno en el que solía haber bastante movimiento, sobre todo de aviones chárter británicos e irlandeses. Aun así, entre vuelo y vuelo siempre había algo de tiempo para dejar volar —nunca mejor dicho— el bolígrafo, la libreta y la imaginación.

En total, entre junio y octubre de aquel lírico año escribí once poemas, que yo creo que eran más de tipo metafísico y también existencialista que romántico o amoroso, en parte porque poco a poco fui dándome cuenta de que mi enamoramiento no era correspondido, y en parte también porque había empezado a cursar el grado de Filosofía pura unos pocos meses antes.

Cuando acabó aquella temporada, acabó también al mismo tiempo mi renacida trayectoria poética, no sólo por la citada decepción amorosa, sino sobre todo porque fui consciente de que, muy posiblemente, jamás llegaría a contar con el favor ni la ayuda de ninguna de las nueve grandes musas clásicas en mis posibles futuras composiciones. Desde entonces, nunca más volví a escribir ningún poema.

Con el paso de los años, me fui olvidando de la mayoría de aquellos versos de juventud, excepto de unos pocos, como por ejemplo de estos cinco: «A veces/ la vida/ es sólo cansancio./ Eterna promesa incumplida,/ eterno sueño quebrado». Como ven, la verdad es que probablemente no eran demasiado alegres ni optimistas.

Por otra parte, tampoco estaba ya seguro de si en algún momento los había llegado a guardar en alguna carpeta de cartón o de si los había perdido de forma tal vez definitiva, como me había pasado con los dos poemas que había escrito en mi infancia. Afortunadamente, esa incógnita se resolvió de manera inesperada hace apenas unos días, cuando encontré de forma casual aquellos once poemas junto con otros viejos papeles y folios algo descoloridos y arrugados.

Esos textos específicos estaban escritos a mano y también pasados a limpio con una máquina de escribir, lo que me hace sospechar que en algún momento del pasado tuve quizás la temeraria idea de desear publicarlos algún día en forma de plaquette, una idea que, por suerte, no llegó a hacerse nunca realidad.

De esos once poemas de 1990, diez eran especialmente sombríos y desesperanzados, bastante acordes con el momento vital que estaba viviendo entonces, así que seguramente sea mejor no reproducirlos hoy aquí en esta columna. Además, estoy seguro de que si los escribiera o los reescribiera en la actualidad, introduciría en ellos algo de luz, de mesura o de ilusión.

De aquel grupo tan compacto temáticamente sólo salvaría hoy sin cambios un único poema, que sería este: «Debe ser hermoso/ sentir tu frente acariciada./ El pelo revuelto/ y una mano que ama». Tal vez mi compañero de fatigas Arthur Rimbaud y las nueve musas no lo salvarían, pero yo sí lo haría, porque puedo percibir en ese poema algo de lo que busco hoy en la vida: un poco de belleza, de fe y de esperanza.

 

 

 

 

Suscríbase aquí gratis a nuestro boletín diario. Síganos en X, Facebook, Instagram y TikTok.
Toda la actualidad de Mallorca en mallorcadiario.com.

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Más Noticias