Pianeando

En los distintos espacios en los que, desde mi nacimiento, he ido estableciéndome a lo largo de mi vida, existe un mueble, un cachivache, que siempre me ha acompañado: un piano. Obviamente, no ha sido el mismo en todas mis viviendas, pero lo cierto es que nunca he respirado en ningún ambiente hogareño sin la presencia estática pero, a la vez, contundente, rotunda, aplastante de dicho instrumento universal.

Durante los primeros años de mi infancia, la música -así, en general- fluctuaba en el entorno familiar como la cosa más natural del mundo. Oír y escuchar armonías y melodías musicales en nuestro hogar adquiría la misma presencia que los efluvios emanados por acelgas o coles hirviendo en la cocina.

Mi padre -a parte de una gran cantidad de virtudes- poseía voz de tenor, más esforzada que garantizada, pero se atrevía con partituras de colores muy diversas, desde Schubert a Wagner. A su vez, para mi hermana, el piano ha sido y es su vida, su libertad, su sentimiento más íntimo y profundo. Muchos domingos por la tarde, en casa, surgían de repente, improvisadamente, sesiones musicales de un nivel más que aceptable. Guardo imágenes y sonidos imborrables de aquellas deliciosas audiciones en las que mi padre cantando, acompañado al piano por mi hermana, se exhibían familiarmente en un ambiente de reposo, sosiego y una más que cierta emoción.

Así pues, no sólo acepté gratamente, desde un principio, al mueble musical que presidía el salón sino que me encariñé de él hasta el extremo de sentir su presencia con infinita bondad, con un placer indiscutible y agradecido.

Ya de muy mocoso, me subía al taburete situado frente al piano y dejaba correr mis entonces minúsculos dedos sobre la superficie pautada de blancos y negros, misteriosos para mi breve imaginación. Atesoro, según me cuentan, el don de lo que se suele denominar como “oído” -ningún mérito por mi parte; nulo esfuerzo ni dedicación voluntaria- lo cual me llevó a improvisar (insisto, desde muy pequeñito) a troche y moche cualquier tipo de melodías junto a unas armonías inventadas pero precisas. En la más estricta realidad, el piano fue, desde aquel ya lejano tiempo, mi verdadero juguete -y lo sigue siendo, por fortuna- además de un miembro más de mi familia.

Sigo, de vez en cuando, disfrutando de su sonido e intentando sonsacarle acordes y sonoridades, aun teniendo en cuenta mi frivolidad en el ejercicio y mi poca rigurosidad en la ejecución. Sentarme frente al teclado mágico y deslizar mis dedos por su espacio (imagen que me recuerda a unas bailarinas cabriolando por encima de un escenario) es uno de los placeres más asombrosos de los que puedo gozar. Percutir sobre un grupo de notas anónimas y cobrar, por ello, un beneficio casi celestial me aturde, altera mi ánimo y me traslada a un mundo colmado de fantasía y ensueño. Una pasada. Descubrir que jugar (el verbo utilizado en muchos idiomas para describir el acto de la interpretación musical) con una tecla negra para conseguir tonalidades más bien tristes, menores en la jerga, no tiene precio. Cierto que el piano no engaña; de hecho, te devuelve exactamente lo que le proporcionas, lo que, en mi caso, suele ser algo deprimente, la verdad.

En mis años mozos -y locos, seamos sinceros- saber aporrear el piano y conocer canciones de todos los tiempos me facilitó la posibilidad de “triunfar” socialmente. Ahora, hoy en día, aporrearlo me conduce más bien a un estado melancólico sin precedentes. Parece lógico: el piano -cualquiera de los que me han acompañado en mi vida- ha vivido conmigo; ha crecido y se ha hecho mayor conmigo; forma parte de mi físico y de mi corazón: es un órgano más y mi deterioro es el suyo.

Gracias sublimes, piano, por tu fidelidad.

En los distintos espacios en los que, desde mi nacimiento, he ido estableciéndome a lo largo de mi vida, existe un mueble, un cachivache, que siempre me ha acompañado: un piano. Obviamente, no ha sido el mismo en todas mis viviendas, pero lo cierto es que nunca he respirado en ningún ambiente hogareño sin la presencia estática pero, a la vez, contundente, rotunda, aplastante de dicho instrumento universal.

Durante los primeros años de mi infancia, la música -así, en general- fluctuaba en el entorno familiar como la cosa más natural del mundo. Oír y escuchar armonías y melodías musicales en nuestro hogar adquiría la misma presencia que los efluvios emanados por acelgas o coles hirviendo en la cocina.

Mi padre -a parte de una gran cantidad de virtudes- poseía voz de tenor, más esforzada que garantizada, pero se atrevía con partituras de colores muy diversas, desde Schubert a Wagner. A su vez, para mi hermana, el piano ha sido y es su vida, su libertad, su sentimiento más íntimo y profundo. Muchos domingos por la tarde, en casa, surgían de repente, improvisadamente, sesiones musicales de un nivel más que aceptable. Guardo imágenes y sonidos imborrables de aquellas deliciosas audiciones en las que mi padre cantando, acompañado al piano por mi hermana, se exhibían familiarmente en un ambiente de reposo, sosiego y una más que cierta emoción.

Así pues, no sólo acepté gratamente, desde un principio, al mueble musical que presidía el salón sino que me encariñé de él hasta el extremo de sentir su presencia con infinita bondad, con un placer indiscutible y agradecido.

Ya de muy mocoso, me subía al taburete situado frente al piano y dejaba correr mis entonces minúsculos dedos sobre la superficie pautada de blancos y negros, misteriosos para mi breve imaginación. Atesoro, según me cuentan, el don de lo que se suele denominar como “oído” -ningún mérito por mi parte; nulo esfuerzo ni dedicación voluntaria- lo cual me llevó a improvisar (insisto, desde muy pequeñito) a troche y moche cualquier tipo de melodías junto a unas armonías inventadas pero precisas. En la más estricta realidad, el piano fue, desde aquel ya lejano tiempo, mi verdadero juguete -y lo sigue siendo, por fortuna- además de un miembro más de mi familia.

Sigo, de vez en cuando, disfrutando de su sonido e intentando sonsacarle acordes y sonoridades, aun teniendo en cuenta mi frivolidad en el ejercicio y mi poca rigurosidad en la ejecución. Sentarme frente al teclado mágico y deslizar mis dedos por su espacio (imagen que me recuerda a unas bailarinas cabriolando por encima de un escenario) es uno de los placeres más asombrosos de los que puedo gozar. Percutir sobre un grupo de notas anónimas y cobrar, por ello, un beneficio casi celestial me aturde, altera mi ánimo y me traslada a un mundo colmado de fantasía y ensueño. Una pasada. Descubrir que jugar (el verbo utilizado en muchos idiomas para describir el acto de la interpretación musical) con una tecla negra para conseguir tonalidades más bien tristes, menores en la jerga, no tiene precio. Cierto que el piano no engaña; de hecho, te devuelve exactamente lo que le proporcionas, lo que, en mi caso, suele ser algo deprimente, la verdad.

En mis años mozos -y locos, seamos sinceros- saber aporrear el piano y conocer canciones de todos los tiempos me facilitó la posibilidad de “triunfar” socialmente. Ahora, hoy en día, aporrearlo me conduce más bien a un estado melancólico sin precedentes. Parece lógico: el piano -cualquiera de los que me han acompañado en mi vida- ha vivido conmigo; ha crecido y se ha hecho mayor conmigo; forma parte de mi físico y de mi corazón: es un órgano más y mi deterioro es el suyo.

Gracias sublimes, piano, por tu fidelidad.

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