Durante el franquismo y la transición, la pintada era la forma clandestina de protesta de los demócratas y, más adelante, el vehículo de expresión habitual de los radicales cutres, anarquistas y fauna de este estilo.
Hoy no, hoy la pintada es solo el síntoma de un desorden mental narcisista tras el que hay un gran negocio de venta de esprays de pintura. El error es confundir tres manifestaciones claramente distintas, como son aquella válvula de alivio de la presión política, el arte callejero y la actual tendencia oligofrénica a cubrir cualquier superficie recién pintada o estrenada con grafismos cuya interpretación está únicamente al alcance de otros tarados del mismo mal.
Porque, no me jodas (con perdón), a ver quién es el guapo que entiende qué carajo pretender decir esta tribu de inadaptados sociales mediante estas letras gordas con sus iniciales o con acrónimos indescifrables e ilegibles, especialmente si viajas por una autopista a 120 por hora.
Me pregunto qué clase de trauma anida en las psiques de estos elementos tan difíciles de identificar, como para que tengan que gastarse su dinero –o el de sus papás- en esparcir su basura mental a diestro y siniestro.
Y conste que me parecen fenomenal los ‘artistas callejeros’, es decir, aquellos que aprovechan los bloques de cerramiento de un solar para plasmar los productos de su arte. Hay ejemplos magníficos que pululan en la red. No deberíamos confundirlos, aunque muchas veces unos se superponen a los otros.
Esa obsesión por arruinar una obra pública recién estrenada, los vagones del tren o el muro de un convento de clausura con letras sin sentido, más allá de un problema psiquiárico, es solo –y repito, solo- una cuestión de orden público.
Mientras, la mayor parte de nuestros políticos se inhiben, al tiempo crece la indignación de la ciudadanía. Porque elaborar una ordenanza que persiga sin piedad y hasta las últimas consecuencias esta lacra es extremadamente sencillo. Y, policialmente, bastaría con tener controladas las ventas masivas de esprays de pintura para seguir la pista a los culpables de que la administración tenga que gastarse centenares de miles de euros para paliar –con estrepitoso fracaso, por otra parte-, esta salvajada. Me temo, incluso, que las fuerzas del orden tienen perfectamente identificados a la mayor parte de esta tribu de cenutrios, solo que poco pueden hacer contra ellos, porque la ley es exasperantemente permisiva.
Quizás la solución pase por incluir entre las bases de los concursos públicos el mantenimiento sin pintadas de las obras que se adjudiquen durante un plazo determinado. Con total seguridad, eso sería mucho más eficiente, pero lo que de verdad hace falta son administraciones comandadas por políticos desacomplejados y poco dados a la identificación con los delincuentes. En tanto eso no suceda, continúen indignándose. Es gratis.





