Es de todos bien sabido que uno de los medios de comunicación más arraigados, la radiodifusión (en adelante, la radio), precisa de un órgano vital, en concreto de uno de los sentidos humanos, para su consumo; se trata del oído. En cambio, la televisión (en adelante, la tele) tiene necesidad de utilizar dos de estos cinco sentidos: la vista y el oído. Esto que acabo de escribir es “una verdad o certeza que, notoriamente sabida, es necedad o simpleza decirla”; así define el Diccionario la la lengua española el término “perogrullada”.
Dicho lo cual y quedándome descansado, me parece que ya va siendo hora de que la sociedad (civil, militar, eclesiástica, funcionarial, universitaria, farmacéutica, numismática… o sea, la Sociedad) rompa una lanza a favor de esos pobrecitos muñecos -en el mundo de la farándula, coloquialmente, se le llama muñeco o cómico a todo aquel que aparece en pantalla- que surgen, incautos, ante panoramas deplorables para relatar, de primera mano y sobre el terreno, situaciones que implican riesgo o malestar. Estoy hablando de los intrépidos reporteros que, para explicar mejor la realidad (en el mundo audiovisual donde precisamente casi todo es mentira), se enfrentan a duras condiciones de tipo climatológico o bélico, mayormente, exhibiendo un rostro de dolor innecesario y, casi siempre, evitable.
Opino que no necesitamos a ninguna persona situada en un lugar en el que las bombas y los misiles rozan sus esqueletos y en el que el pobre tipo lo pasa mucho peor que si estuviera comiendo palomitas y gozando de una gran maravilla del séptimo arte, como por ejemplo 50 sombras de Grey. El operador de cámara, ese sí que debe formar ante el objetivo; en caso contrario no hay imagen y la información se resiente. Sin embargo, un cámara de tele cobra mucho menos que un presentador y, por consiguiente, su vida no tiene tanto valor. Es como aquella noticia de portada de un periódico británico de los años treinta en la que se podía leer: “Ferry hundido en la costa de Dover; afortunadamente todas las víctimas mortales viajaban en tercera clase”. Así pues, creo que la presencia de un humano con un micrófono en la mano no es, para nada, imprescindible.
Lo mismo ocurre en las situaciones climatológicas más adversas, sea bajo una calabruixada fenomenal o bajo unas temperaturas salvajes que hielan sus más íntimos interiores y paralizan la correcta circulación aórtica. Con un cámara apedreado o congelado habría más que suficiente. Una voz en off, bien cuidada y elegante, grabada o en directo desde una cabina de control de la tele, con calefacción y todas las comodidades necesarias de confort, estaríamos al cabo de la calle.
¡No se hable más!