«El siglo XXI será religioso o no será». Se le atribuye la sentencia al escritor francés André Malraux, pero cómo será de sugestiva la idea que hay quienes, al reproducir la cita, sustituyen la palabra «religioso» por «espiritual», y también por «místico». Son tres versiones distintas para una frase que el propio Malraux, al final de sus días, negó haber pronunciado. Si el autor de La condición humana levantara la cabeza, probablemente sonreiría al ver la que se ha montado tras el lanzamiento de Lux, el nuevo álbum de Rosalía.
Como ocurre tan a menudo en nuestro país, aquí todo el mundo intenta arrimar el ascua a sus sardina. Salen unos celebrando que cada vez más jóvenes van a misa, y responden otros con estudios que piden rebajar el optimismo de la Conferencia Episcopal con el siguiente argumento: las nuevas generaciones no son más católicas, sino que la práctica religiosa ha salido del ámbito privado para instalarse en la esfera pública. Dicho de otro modo, no es que la generación Z sea más que creyente, sino que exhibe más su fe. De ahí todos esos chavales con capirotes en Semana Santa, o coreando las canciones de Hakuna.
Hasta hace no mucho, la muchachada acampaba en plazas para protestar contra el bipartidismo, y era guay. Ahora, la tropa menor de treinta años se junta en masa para escuchar en directo al Papa, y les llaman reaccionarios. Es curiosa esa tendencia de los adultos a ridiculizar a los jóvenes cuando hacen cosas que no nos gustan. O peor aún, que no entendemos. Y, francamente, a mi esta moderna reivindicación de la religiosidad no me parece tan complicada de entender. El relativismo moral se ha ido extendiendo durante décadas en las sociedades occidentales como una enorme mancha de aceite. Esa ausencia de creencias, principios y valores dejó a muchos chapoteando entre pantallas y redes sociales, generando un vacío existencial que no hay tecnología capaz de llenar. Es ese vacío el que es capaz de llenar un tipo de arte, el que trasciende, que en realidad es el único arte posible.
Nadie duda de que Rosalía es una artista. Ella dice que «hace la música para que la gente sienta». Y lo consigue. Es así de sencillo. Lo que algunos discuten es si captó ese vacío existencial en el público global que escucha sus canciones, y se decidió a llenarlo para ganar muchísimo dinero, o fue ella la que sintió esa oquedad, esa necesidad de respuestas que sólo se encuentran en un plano espiritual. Pues bien, sin ser un experto musical (cada día estoy más seguro de no ser experto en nada), mi impresión es que resulta imposible interpretar de la manera en que lo hace esta mujer sin que exista una sinceridad extrema, absoluta, radical en la creación. Escuchen Mio Cristo Piange Diamanti, y después pregúntese si es posible cantar así desde la impostura.
Rosalía no ha sacado un disco religioso, ni mucho menos católico. Volviendo a las versiones de la profecía de Malraux, en todo caso sería espiritual, o incluso místico. Es cierto que aprovecha una determinada iconografía —su imagen vestida de monja— probablemente por motivos de proximidad cultural, pero el contenido trasciende cualquier dogma o creencia concreta.
En una reciente entrevista con Zane Lowe, el director creativo de Apple, Rosalía le confiesa que, si no tuviera una carrera musical, le gustaría estar en la universidad estudiando teología. Este deseo debe de suponer una herejía para la extrema izquierda española. Por eso, algunos de sus referentes mediáticos han denunciado que el álbum lanza un mensaje conservador, porque vuelve al esquema del bien y el mal. El bien y el mal se convierten así en otro invento de la derecha.
La música que contiene Lux es barroca, inmersiva y conmueve hasta la lágrima. Yo, que hace años que no me acerco a un programa de Televisión Española ni para heredar, la semana pasada vi el show que montó Broncano con la cantante catalana. El presentador contó que, el día anterior, había escuchado el álbum en su coche, a todo volumen, mientras conducía solo de vuelta a Madrid por las rectas infinitas de Castilla La Mancha. Reconoció que se le erizó el vello de los brazos, y se emocionó. Ayer fui a comer con los amigos a casa de Jordi, en Biniali, y de vuelta a Palma me sucedió lo mismo que a Broncano. Ni él ni yo tenemos idea de arias, orquestas sinfónicas, escolanías o música sacra. Tampoco la prostituta de Pretty Woman sabía nada de ópera, y recuerden cómo lloraba Julia Roberts escuchando La Traviata.





