Una de las cualidades más admirables que posee el agua es que moja. Sí, sí, perdonen: ¡no me lo discutan! Tanto saliendo de un grifo como dentro de un cubo, el agua moja.
Otra soberbia cualidad que la enaltece –nada menor que la citada- es su verticalidad durante el inexorable proceso universalmente conocido como lluvia. Este fenómeno meteorológico ofrece la sublime particularidad de observar como el líquido moja (o empapa; o cala) casi siempre, de arriba hacia abajo. No suele suceder lo contrario; es decir, agua desde un plano inferior hacia otro superior se da, únicamente –y sin servir de precedente- en los famosos geyser que aparecen en algunas partes de Islandia, aunque esta exhibición también se puede provocar a través de una simple manguera. Cierto que la susodicha verticalidad, en caso de aguacero, tiende a perderse ligeramente debido al soplo de Eolo que fuerza su desvío.
No siento una especial atracción por la ingestión de agua por parte de los humanos aunque nunca descarto el feliz deshielo de un hermoso cubito en el interior de un vaso de whisky (con el delicioso tintineo que su roce con el cristal produce) o, en su caso, de una copa de las maravillosas hierbas secas de Mallorca.
Sí, ya se que el cuerpo de los homínidos está compuesto, en su casi totalidad por el líquido estrella. Precisamente por este motivo, pienso que ¡vale!, que quizás ya está bien de agua con la que arrastramos en nuestro complicado interior. O sea que, muy bien, que queda suficientemente claro que la raza humana necesita agua (unos más que otros) pero de ahí a la existencia de gente que bebe tres o cuatro litros por día, va un trecho tan extenso que no me lo puedo ni imaginar sin que la cabeza me de vueltas y más vueltas.
Volviendo al principio de este “húmedo” escrito, debo confesarles que la lluvia me encanta, me emociona, me dispone, me “pone”, en lenguaje cheli. Siempre, claro, que las condiciones se muestren mínimamente civilizadas, es decir, viendo caer las gotas desde un salón, detrás de unas sólidas cristaleras, con una temperatura confortable, un hogar ardiendo con optimismo y, naturalmente, con una copa de Lagavulin entre las manos (malta, dieciséis años, convenientemente yodado, ahumado y con un ligero sabor a acetona).
Tal y como están las cosas bajo el prisma de la globalización…y con la que está cayendo –nunca mejor dicho- ver llover es, todavía, un placer inmenso, incluso para el campo.
Pasear bajo la lluvia es, en cambio, una neta demostración de la existencia del Diablo; no quiero ni pensar que Dios tenga nada que ver con esto…