Sostengo, desde siempre, una verdadera y sincera admiración por el oficio de camarero. Me refiero a esta magnífica actividad ejercida con profesionalidad, rigor y una vocación incontestable. He podido observar, en el transcurso de mi vida, los dotes naturales que se requieren para ejercer de manera digna y eficiente este espléndido oficio: discreción, conocimiento profundo de la profesión y, sobre todo, savoir faire.
Los camareros, los auténticos, deben poseer un punto de curiosidad, sin llegar a utilizar, jamás, ni el chismorreo ni el cotilleo puro y duro. Deben saber estar y manifestarse atentos hacia el cliente para que éste se sienta siempre bien acogido, hospitalariamente hablando, a través de una sincera sonrisa, una gesticulación serena y una disposición positiva y eficaz.
La cosa consiste en situarse en un punto – ni muy cerca ni muy lejos- de las mesas a servir, atento a cualquier súbita petición, pero sin fijar la vista directamente en los clientes (aunque les observe con un educado reojo) y evitando, al mismo tiempo, que el cliente pueda pasarse un buen rato “buscándole” (obligado a dejar momentáneamente su conversación en la mesa con sus amigos comensales) para intentar pedirle otra cerveza, unos cubitos mas de hielo u otro plato de patatas fritas. No hay nada más triste para el parroquiano de turno que intentar conseguir llamar la atención de “su” camarero para que le sirva otra botella de vino y, esta simple operación tenga una duración casi eterna, principalmente si el solicitante actúa como anfitrión. De pena.
Los camareros deben mostrarse, en todo momento, vigilantes, prestos y serviciales, pero sin caer en el servilismo mas desgarrador, actitud que avergüenza al cliente y lo coloca en una situación, indefectible, de inseguridad. El cliente es el amo, pero tampoco hace falta jabón y altavoz para que todo el mundo se aperciba de la situación. Deben hablar en un tono neutro –sin gritar ni vociferar ni que, por el lado contrario, no se comunique a base de susurros ininteligibles. Tienen que crear un clima de intimidad, confort y bienestar, pero vocalizando correctamente. Todo tiene su punto, como el arroz.
Finalmente, si la confianza con el cliente arranca de mucho tiempo atrás – y es aceptada y acordada tácitamente por ambas partes- el camarero puede permitirse intervenir en la conversación (entendiendo inteligentemente que el cliente accede gustosamente a este juego, delante de otros comensales), para matizar conceptos de lo hablado en la mesa o bien contraponer posiciones, pero de manera fugaz, de manera meteórica: una frase lapidaria, mordaz…y media vuelta. La ironía, bien utilizada, ayuda.
Otras virtudes –que casi no se tendrían que comentar- forman parte de su preparación técnica: saber llevar la bandeja con dignidad, la servilleta colgando del brazo de forma elegante, abriendo (sin estrépito ni sobresaltos) botellas y botellines, teniendo los movimientos corporales controlados y bien coordinados, y aparentando un estado de limpieza impecable y aseo ineluctable, etc.
Tengo la impresión que, con estos antecedentes, van quedando pocos, poquísimos, que reúnan algunas de estas premisas descritas. Me viene, ahora mismo, el señor Puig –gran Camarero (sí, con mayúscula)- que, tranquilamente, solicitaba a los clientes qué deseaban tomar (con una educación exquisita) y luego les traía, exactamente, lo qué a él le daba la gana. Siempre, siempre, acertaba. Cuando alguien le decía “Puig, yo quiero una cerveza”, el tal señor camarero –después de mirarle someramente- le traía un zumo de tomate. Al cabo de poco, el cliente, sin rechistar y con cara de convencimiento, le soltaba “Puig, cojonudo el zumo de tomate: es exactamente lo que me apetecía…”.
Recuerdo, también, un excelso camarero belga, muy belga él, en una bar llamado “Blokske” ( constructor de zuecos), en la Place de la Paix, en Èvere, Bruselas, Bélgica que –con todas las virtudes dignas del mejor camarero- cuando pasaba cerca de una mesa de clientes bien conocidos, soltaba un adjetivo (como quien no quiere la cosa)…que, casualmente, era el adjetivo que la conversación necesitaba. Era un crack. También siempre, acertaba. Hay que tener mucha clase para poder llevar a término este cometido con gentileza y distinción.
Como Eugenio d’Ors decía de las tortugas, hoy –hablando de camareros actuales- ya no se “hacen” de estas cosas…
Puede que -en la rabiosa actualidad de estos meses del año 2020, en plena confinación de la población humana a causa del cabronazo virus apellidado Corona Virus o más científicamente Covid 19- los establecimientos públicos de restauración (bares, restaurantes, etc.) no vuelvan a abrir jamás de los jamases; por aquello del contagio y del miedo que provoca. En todo caso, respecto de la profesionalidad de los camareros actuales, no nos vamos a perder nada del otro mundo. Nos serviremos mejor nosotros mismos en nuestras propias casas. O, por lo menos, nos evitaremos las trágicas escenas del típico (cada vez más) camarero borde, maleducado, gandul y manifiestamente grosero y descortés que -avistando a un o unos nuevos clientes- les planta, así, por las buenas o por las malas, un rostro desencajado, con la sonrisa hecha trizas y una faz desfavorable a cualquier posibilidad de acuerdo y con la clásica expresión de “¡joder, que mala leche tengo: otros gilipollas a los que tener que servirles, mecagüen diez!”. La característica principal de esos sujetos (contrariamente a lo hemos comentado anteriormente) suele ser la estupidez conectada, directamente, a su sistema nervioso; sobre todo, a su paso por lo que les queda de masa cerebral.
No he mencionado, en ningún momento, a la categoría de los llamados Maîtres. Me atengo a las circunstancias naturales que me indican que las personas que ejercen dicha especialidad son como unos “supercamareros” y, en consecuencia, deben tener (y en su mayoría disponen de) unas peculiaridades especiales que superan y aventajan a los mejores adjetivos y calificativos empleados al definir, en su momento, a los camareros “rasos”.
Gracias a los avatares que me ha brindado la vida, he gozado de las máximas vivencias positivas en mi relación con maîtres y camareros a lo largo y ancho del mundo planetario. En una cantidad enorme de restaurantes visitados (algunos de ellos considerados clásicos de entre los mejores) he disfrutado del placer de contar con el esmerado servicio de estos profesionales del servicio gastronómicos Ha sido siempre un honor.
¡Gracias eternas... y más si cabe, caballeros!