La pena de muerte está prohibida en todos los países de la Unión Europea. Fue y es una condición indispensable para ser miembro de ese club. Cualquier Estado que pretenda ingresar en él debe adherirse a la Carta de los Derechos Fundamentales de la UE, y también debe ratificar el Convenio Europeo de Derechos Humanos. Su Protocolo número seis abole la pena de muerte en tiempo de paz, y, desde 2003, el número trece la excluye en cualquier circunstancia, incluida la guerra. Ahora, supongamos que nuestro vecino, Vladimir Putin, sigue tensando la cuerda y, en unos años, la amenaza se confirma y Europa entra en un conflicto bélico con Rusia.
Suena a distopía, a serie de Netflix salida de madre, pero los servicios de inteligencia militar de algunos países europeos, y la propia OTAN, ya contemplan esa hipótesis en sus estrategias de seguridad para el próximo lustro. Supongamos entonces que, por acuerdo unánime, los veintisiete países miembros de la Unión Europea decidieran suspender ese Protocolo 13 para permitir la ejecución de ciudadanos condenados por delitos gravísimos, como los crímenes de lesa humanidad, la alta traición o la deserción, qué sé yo.
¿Ustedes se imaginan que los países con más arraigo del catolicismo, como Polonia, Hungría e Irlanda, optaran por la crucifixión para acabar con la vida de esos delincuentes? Habría que darle una vuelta, porque un ser humano clavado en una cruz puede tardar muchas horas en morir. Además de cruel, la crucifixión es un método farragoso y poco eficiente para matar a alguien. ¿Y si esos países católicos optarán por la lapidación en una plaza pública? A fin de cuentas, acabar con una persona a pedrada limpia es una castigo previsto en el Antiguo Testamento.
Yo supongo que este planteamiento le resultará un absurdo y una aberración moral a todo el mundo, excepto a las personas que defienden el uso en público del burka y el niqab como muestra de respeto a la tradición cultural de otros países. En esa misma línea, poco podríamos objetar sobre la ablación del clítoris, una forma de mutilación sexual femenina que aún se practica en una treintena de países, principalmente africanos, y que goza de aceptación social porque es un requisito para que la mujer sea considerada «pura».
Se me iría la columna hablando de cultura y tradiciones. La paradoja reside en que vivimos en un país donde hay personas que se rasgan las vestiduras cuando ve caer una cabra desde un campanario, pero respetan la imagen de una mujer enfundada en un saco que ve el mundo a través de una rejilla.
El argumento sobre el respeto a la libertad religiosa es igual de cobarde que el de la tradición cultural, y además falaz. Las mujeres originarias de países de Europa con mayorías musulmanas, las de Bosnia-Herzegovina, Albania y Kosovo, por ejemplo, nunca han vestido el burka ni el niqab.
Es curioso como el laicismo es capaz de argumentar con tanta solidez que la práctica religiosa es algo que pertenece a la intimidad de las personas, y que, por tanto, es en ese ámbito privado donde debe expresarse, y, al mismo tiempo, no se sonroja al permitir el uso en público de prendas que denigran la dignidad de la mujer, la discriminan, anulan su identidad y la someten al hombre.
«Lo importante es quitarse el velo mental», me espetó hace quince años una insigne representante del feminismo en Baleares, cuando debatíamos en la televisión pública sobre este asunto. El Govern de entonces, presidido por el difunto Francesc Antich, descartó en 2010 la posibilidad de prohibir el uso del velo integral en espacios públicos porque era un tema que no generaba «conflictividad». Menos mal que pegarle un guantazo a una mujer es algo que genera «conflictividad», de lo contrario, siguiendo ese razonamiento, se podrían eliminar varios artículos de nuestro Código Penal.
Varios países de la Unión Europea ya tienen leyes que prohíben el uso del velo integral en espacios públicos. Curiosamente, en todos ellos ha crecido el voto de extrema derecha en los últimos años, quizá porque también pensaban que era un asunto que no generaba «conflictividad».
Ahora, el Partido Popular de Baleares ha registrado una proposición en el Parlament para que se prohiba esta forma de sumisión indecente de la mujer, y yo ardo en deseos por saber si, a estas alturas de la película, las mujeres de izquierdas y feministas van a repetir que «lo importante es quitarse el velo mental», como si eso fuera posible para una mujer embutida en un saco de tela pesada, o tapada por un velo negro que le cubre de los pies a la cabeza. Sería terrible comprobar que, la única razón de la izquierda para no prohibir el burka y el niqab, sea no coincidir en algo con Vox. Eso sí que sería no quitarse el velo mental.



