España afronta el final de 2025 en momento crítico de deterioro institucional. Con un gobierno sin mayoría para legislar y que no puede aprobar presupuestos desde 2023, con un presidente acosado familiar y personalmente por múltiples casos de corrupción y machismo, con un fiscal general condenado por el Tribunal Supremo por participar ilegalmente en la refriega política, con unos socios de investidura que tratan de prolongar la agonía gubernamental saqueando lo que queda de España, y con las principales instituciones del Estado colonizadas por esbirros del poder nuestros niveles de calidad democrática se encuentran en el punto de mayor deterioro conocido desde la instauración del régimen constitucional.
Cuando Sánchez alcanzó sorprendentemente en 2017 la victoria en las primarias del PSOE (ahora sabemos que con la financiación de las saunas del suegro y la inestimable ayuda de la “banda del Peugeot”, que amañaron el resultado como consta en un informe de la UCO) era conocido por ser alguien sin ideología definida, limitado cultural e intelectualmente, criado en el ala derechista del PSOE (trabajaba para el europeísta Carlos Westendorp) y carente de toda clase de escrúpulos y moralidad. Todos recordamos la mil veces narrada escena de Koldo García manipulando las urnas tras una cortina en Ferraz.
Luego, las influencias estratégicas de Pablo Iglesias y Zapatero, y su sorprendente acceso al Gobierno a lomos de Arnaldo Otegui, Carles Puigdemont y Oriol Junqueras hicieron mutar estratégicamente la mentalidad del personaje, despreciado por inútil y poco fiable por la vieja guardia del PSOE, en la de un líder antisistema cuya permanencia en el poder -y ahora cuya protección frente a un eventual procesamiento penal- viene estrechamente conectada a la ruptura de la monarquía constitucional para abocarnos a una especie de federación de repúblicas ibéricas. Que es lo que acaba de recomendarle Puigdemont en un esclarecedor artículo publicado en El País el pasado 23 de noviembre, titulado “La única salida que tiene el socialismo español es la ruptura”.
Pero esa organización de corruptos, puteros, machistas y odiadores de España que tomó impúdicamente el poder mediante una moción de censura sarcásticamente promovida “contra la corrupción” nunca hubiera permanecido tanto tiempo gobernando sin la colaboración necesaria de otra organización siniestra de sinvergüenzas apesebrados que conocemos como “prensa progresista”.
En abril de 2024, justo cuando explotó el escándalo de la cátedra de Begoña Gómez, conocidos periodistas como Silvia Intxaurrondo, Maruja Torres, Iñaki Gabilondo, Rosa María Artal, Pilar del Río, Manuel Rivas, Rosa Villacastín, Cristina Fallarás, Ana Pardo de Vera, Antón Losada, Jesús Maraña, Javier Gallego, Miguel Mora, Virginia Pérez, Yayo Herrero o Xabier Lapitz firmaron un manifiesto en defensa del Gobierno que asumía sin complejos el relato del propio Ejecutivo. Hablaban de “fango”, de “ultraderecha mediática y judicial”, de campañas coordinadas para derribar a un Gobierno legítimo. Señalaban a jueces, a medios y a periodistas críticos como piezas de una maquinaria golpista. Venían a decir que investigar al poder era una forma de atacar la democracia. Ahora, un año y medio después, los hechos están demostrando el sectarismo, la desvergüenza y la falta de profesionalidad de este notorio grupo de tragasables subsidiados.
Ha escrito lúcidamente en The Objective la abogada Guadalupe Sánchez que “una parte del periodismo español es corresponsable del proceso de mutación profunda del sistema constitucional en el que estamos inmersos, con un Gobierno que no acepta la separación de poderes como un límite, que la considera un obstáculo. Por eso necesita que la Justicia no solo falle a su favor, sino que viva con miedo a fallar en su contra”. Esto lo acabamos de comprobar con la infame campaña de centenares de opinadores criticando al Tribunal Supremo por aplicar el Código penal a uno de los esbirros más cualificados del sanchismo, el inefable García Ortiz.
Las dificultades económicas de los medios de comunicación y la crisis de la prensa en papel -hoy casi no se venden periódicos impresos, y su publicidad es irrelevante-, han producido un cataclismo financiero en el periodismo tradicional. Por un lado, porque con la disminución de ingresos por ventas y publicidad las empresas cada vez pagan peor, con la huida de sus mejores profesionales hacia ocupaciones más rentables, frecuentemente ligadas a departamentos de comunicación de Administraciones públicas o grandes corporaciones. Y, por otro lado, porque ante lo agónico de su lucha por la supervivencia, la mayoría de grupos mediáticos subsisten gracias a las subvenciones otorgadas por el poder político, acomodando convenientemente su línea editorial -y las opiniones de sus comentaristas- a los intereses coyunturales del poder que les paga.
Todo ello supone, con honrosas excepciones -como el medio donde leen estas líneas, que por eso las leen aquí- una amenaza a la prensa libre entendida como “cuarto poder”, cuya misión esencial debería ser fiscalizar a los otros tres, nunca corromperse para lamerles las botas.




