Renegando

El pasado domingo, en mi habitual ronda por los periódicos celulósicos, me sorprendió –y quizá no debiera- una afirmación expresada por un personaje entrevistado, al que no voy a perder un segundo en promocionar, pero que afirmaba, entre otras vacuidades, algo así como que los mallorquines necesitaban españolizarse si no lo estaban suficientemente, terminando tal elevada digresión con un intraducible ja està bé de roqueta. Nunca en la vida había escuchado de nadie que conociera Mallorca, ya fuera de izquierdas, de derechas, nacionalista o internacionalista, mallorquín, forastero, alemán o entreverado una más clara manifestación del auto-odio que, ciertamente, forma parte de nuestro carácter. El absurdo silogismo “soy demasiado mallorquín, luego no soy suficientemente español” unido al sentimiento de inferioridad que denota la afirmación de que, para ser universal o cosmopolita, es necesario renegar del carácter propio, compendia la diarrea mental que preside el pensamiento de algunos isleños. En estricta lógica españolista, el razonamiento debiera ser el inverso: “Soy mallorquín, por tanto, soy todo lo español que se puede ser”, porque, obviamente, si Mallorca forma parte de un todo denominado España –hipótesis en abierta discusión por muchos-, cuanto más mallorquín se sea, más español se es. Afortunadamente, en Mallorca no vivimos la situación de Chipre, lo que nos evita tener que elegir entre sentirnos chipriotas y helenos o chipriotas y turcos, ya sólo nos faltaría eso, aunque es posible que más adelante nos pase algo parecido, si el gobierno continúa afecto de ceguera. Por tanto, el exabrupto no sólo responde a una forma de llamar la atención propia del personaje -haciendo uso de una expresión que a cualquier mallorquín le supone una patada en la entrepierna-, sino toda una declaración de principios de un sector político que fundamenta su propuesta sobre la base de que sólo se puede ser español si se habla en castellano y se aparca cualquier sentimiento de afección a la lengua, la cultura o la historia propias, explotando adecuadamente el sentimiento de auto-odio al que aludía. Así se explica que individuos con origen y apellidos absoluta e indudablemente catalanes –como el personaje entrevistado- expresen no ya la consabida alusión a la “dictadura catalanista” (el silogismo anterior también valdría para los catalanes), sino que lleguen al paroxismo afirmando cosas como el de que ya está bien de ser tan mallorquín. Lo que sucede, aunque no sea políticamente correcto reconocerlo en la sociedad española actual, es que una parte muy significativa de ésta considera a los catalanes, a los mallorquines y a todos cuantos no hablan castellano como primera lengua, no van a los encierros, le ponen tomate a los bocadillos o les gusta más Maria del Mar Bonet que Juanita Reina, como españoles en proceso de asimilación, sin que esta metamorfosis –que ya llevan tres siglos experimentando- les transforme en una bella mariposa genuinamente hispánica hasta que, definitivamente, todos los mallorquines sean capaces de entonar el ja està bé de roqueta.

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