Llevamos tres años y medio exigiendo más seriedad a los políticos; demandando que traten a los ciudadanos como a personas con criterio; rogando que se acabe el lamentable espectáculo de las prisas preelectorales; deplorando esos grandes eventos que, con cualquier pretexto buscan seducir a personas que no suelen tener un criterio muy formado y, llegado el momento crítico, todo sigue igual. Todos nos hemos rasgado las vestiduras al ver conductas del pasado que, pensábamos, ya nunca más se volverían a repetir; creíamos que aquello era un capítulo cerrado que quedaría para que los lectores de nuestra historia tuvieran una sonrisa, porque los tiempos han cambiado definitivamente. ¿Y qué nos estamos encontrando ahora? Pues con una locura de inauguraciones de última hora, con fiestas para inmigrantes peninsulares o sudamericanos, para ancianos, consumidores o enfermeras y lo que se tercie; con regalos de bolsas, merchandising o cualquier otra baratija que funcione, con la entrega de premios, medallas u honores de cualquier tipo, con comilonas de lechona, frito, churrasco, cuscús o lo que sea; con una verdadera inundación de publicidad en la prensa, anunciando cualquier bobada de tres al cuarto, presentando hasta lo más inverosímil. ¿Tanto hablar para esto? ¿Tantos años soltando peroratas doctrinales para acabar como siempre? ¿Es que me quieren decir que todos estos gastos absurdos han pasado por los rigurosos mecanismos que marca la Ley de Contratos? Por favor, sigan igual, pero ahórrennos tres años de palabrerío.





