En el seno de una sociedad longeva y con expectativa de vida creciente, cada vez son más los estudios y científicos que alertan de las consecuencias del sobrediagnóstico y del sobretratamiento médico. Se da en la práctica totalidad de las sociedades desarrolladas y contribuyen todos los ámbitos y estamentos sanitarios, desde el profesional al político, pasando por el investigador y el tecnológico. El problema es doble; genera un sobrecoste económico evitable y puede provocar daños sobre la salud. De hecho, todas las intervenciones médicas tienen efectos secundarios y plantean diferentes grados de morbilidad, pero además la etiqueta de enfermo por si sola genera una carga emocional que aumenta la vulnerabilidad de las personas.
En estos casos, el diagnóstico es esencialmente correcto, pero intrascendente e irrelevante.
Correcto porque identifica una entidad tipificada en la bibliografía biomédica; intrascendente porque a la postre no iba a causar síntomas ni provocar la muerte del paciente; irrelevante porque no existe tratamiento o porque el tratamiento no va a influir en la progresión real de la enfermedad. Por tanto, convierte a las personas en enfermos sin necesidad y conlleva actuaciones que sin aportar beneficio para la salud, pueden causar daño. Los espacios de sobrediagnóstico acostumbran a ser fruto de una alianza tóxica. Una asociación compleja de buenas intenciones y de intereses creados, influyendo sobre profesionales y pacientes por su capacidad de generar miedo al desarrollo de una enfermedad, discapacidad o muerte.
El sobrediagnóstico encuentra terreno abonado en el campo de los parámetros biométricos (colesterol, albúmina, presión arterial, masa corporal, densidad ósea, …) desplazando los límites considerados normales y provocando una epidemia de enfermos sin síntomas. Son las enfermedades de los números basados en la utilización e interpretación absurda de la biometría humana. Tratar los factores de riesgo como si fueran verdaderas enfermedades sin cuantificar su intensidad y trascendencia, mengua la salud y derrocha recursos. El pecado original y común radica en la falta de individualización de la persona enferma y de la aplicación poco racional del conocimiento.
El resultado no deseado es la priorización de los medios hacia el control de enfermedades imaginarias debilitando los recursos para las políticas sanitarias en mayúsculas. Disminuyendo las actuaciones que se dirigen al control de las poblaciones verdaderamente enfermas, volatizando las acciones destinadas a la disminución de la fragilidad social y económica y debilitando las dirigidas a contrarrestar el verdadero sustrato de las enfermedades.
Tampoco ayuda la sistemática medicalización del nacimiento, de la muerte y de los estilos de vida, que nos lleva a invadir parcelas muy significadas y trascendentes de la vida ajena.
La potenciación real de la autonomía de decisión de los pacientes pasa por apostar por la visualización de sus singularidades dentro de las opciones consideradas de forma general como saludables, en vez de suplantarlas con medidas clónicas.
La vida se comprende mirando hacia atrás pero se vive mirando hacia adelante. Es fácil identificar los errores de generaciones pasadas y nos cuesta afrontar las debilidades del presente. La propia enseñanza de la medicina es asimétrica. Por la propia naturaleza de la formación, se sobrevaloran las actuaciones que producen beneficios e inconscientemente se minimizan los daños.
El sobrediagnóstico no es un fenómeno joven ni local. James MCCormick, hace dos décadas, en la prestigiosa revista Lancet, ya alertaba que la promoción de la salud está lejos de cumplir con los imperativos éticos que se exigen a otros procedimientos médicos y es una fuente potente para dilapidar recursos.





