La Navidad tiene una capacidad curiosa: magnifica todo. La alegría, el ruido, los reencuentros… pero también el silencio. Ese silencio que se cuela por las rendijas de muchas casas cuando las luces se encienden fuera y dentro no hay nadie esperando.
Durante estas fechas hablamos mucho de familia, de mesas largas, de abrazos, de brindis. Pero poco de quienes no tienen con quién sentarse. La soledad en Navidad existe, aunque no salga en los anuncios ni se cuele en los villancicos. Y no siempre es una soledad visible.
Hay personas que pasan la Nochebuena solas en casa. Otras la pasan rodeadas de gente, pero sintiéndose profundamente solas. Porque la soledad no siempre tiene que ver con estar acompañado, sino con sentirse visto, escuchado, reconocido.
En Mallorca, como en tantas otras partes, este fenómeno crece de forma silenciosa. Personas mayores cuyos hijos viven lejos, parejas que se rompieron justo cuando todo invita a “estar bien”, jóvenes que han venido a trabajar y no tienen red, o incluso profesionales de éxito que, tras cerrar el ordenador, se enfrentan a una casa en silencio.
La Navidad actúa como un espejo. Nos devuelve la imagen de lo que tenemos… y de lo que no. Y por eso duele más. Porque el calendario insiste en que “deberíamos” estar felices, agradecidos, acompañados. Y cuando eso no ocurre, aparece la culpa. “Algo me pasa”, “algo falla en mí”.
Hablar de la soledad en Navidad no es aguar la fiesta. Es humanizarla. Es recordar que no todos vivimos estas fechas del mismo modo y que, a veces, un gesto pequeño —un mensaje, una llamada, una invitación sincera— puede ser inmenso para alguien.
Tal vez la Navidad no va solo de mesas llenas, sino de corazones atentos. De aprender a mirar un poco más allá de nuestro propio círculo y también hacia dentro. Porque la soledad no siempre se elimina, pero sí puede acompañarse.
Y quizá ahí esté el verdadero espíritu de estas fechas: en no dejar a nadie fuera, ni siquiera a nosotros mismos.





