Todo comenzó con una cebra

A veces, para abordar temas complejos, es útil comenzar por una imagen sencilla. En este caso, la de dos cebras mirándose con recelo: una blanca y otra negra. Una escena imaginaria, casi humorística, que nos permite introducir una cuestión mucho más profunda: ¿cómo surgió realmente el racismo?

Aunque hoy convivimos con sus consecuencias, el racismo no nació de un hecho puntual ni de una diferencia biológica —como tampoco la tendría esa hipotética cebra “distinta”—, sino de un proceso social e histórico que convirtió la diversidad humana en jerarquía. Las primeras comunidades humanas mostraban cierta desconfianza hacia lo diferente, un mecanismo de supervivencia propio de sociedades pequeñas. Sin embargo, ese impulso inicial no puede considerarse racismo, sino un reflejo de tribalismo primitivo.

El salto cualitativo llegó siglos más tarde. Fue con la expansión de los grandes imperios, y especialmente a partir del siglo XV, cuando la humanidad comenzó a articular una ideología que clasificaba a unos grupos como superiores y a otros como inferiores. La colonización europea necesitaba justificaciones políticas y morales para sostener la explotación de territorios, la esclavitud de millones de personas y el sometimiento de poblaciones enteras. Así nació el concepto moderno de raza: una construcción destinada a legitimar la dominación.

Durante los siglos XVIII y XIX, esta idea se reforzó mediante teorías pseudocientíficas que pretendían otorgar rigor a una visión ya de por sí interesada. La frenología, el determinismo biológico o el darwinismo social difundieron la falsa creencia de que era posible medir la valía humana a través del color de la piel o los rasgos físicos. Aquellas afirmaciones, desmontadas hoy por la ciencia, sirvieron entonces para consolidar sistemas económicos y políticos basados en la desigualdad.

Recordar el origen del racismo es fundamental para comprender su persistencia actual. No surgió de la naturaleza ni de una supuesta diferencia genética, sino de decisiones históricas que convirtieron la diversidad en una herramienta de poder. Por eso la metáfora de las cebras sigue siendo tan eficaz: ninguna cebra se cuestiona si sus rayas valen más o menos que las de otra. Esa comparación solo existe en la mente humana.

Desmontar el racismo implica precisamente eso: volver a mirar nuestras propias “rayas” sin jerarquías ni prejuicios, entendiendo que lo que nos separa nunca ha sido más relevante que lo que nos une.

Es una lección difícil de entender, pero que poco a poco debemos ir incorporando en la educación de nuestros seres pequeños en casa, así como debemos hacer cambiar a los adultos que sienten esta emoción.

En la diversidad está el secreto de las relaciones, en aprender a aceptarnos tal y como somos y en convivir desde esa diversidad con nuestras diferencias.

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