Un día en la vida de mi derecho a decidir

He tenido una semana horrorosa. Eso me pasa por demócrata. Estaba yo haciendo lo que más me gusta hacer o, mejor dicho, no hacer: holgazanear tirado en el sofá a mediodía, aún con el pijama, repasando todos y cada uno de los doscientos canales de televisión sin apenas detenerme unos segundos en alguno de ellos. Se trata de un reconfortante ejercicio de nulidad neural de esos que embrutece tanto como relaja, la futilidad de la existencia matutina de un sábado cualquiera. Me rasco los huevos, bostezo, alargo la mano con infinita pereza para coger una lata de refresco, voy a beber y… Está vacía. Me debato ante el trascendental dilema de perpetuarme en el sofá a riesgo de fenecer de sed o afrontar el esfuerzo sobrehumano de levantarme e ir a la nevera a buscar otra lata. Mi mujer me mira con desagrado. «Mira cómo está la casa, podrías levantarte y arreglar algo, recoger… Lo que sea», espeta disgustada. Y yo le contesto: «no puedo, mi amor —le enseño mi mano derecha—, no puedo, de verdad, tengo una capsulitis en el dedo que me está matando. ¿Vas a la nevera y me traes una lata, porfi?». El cacillo de la leche en manos de mi esposa resulta ser un arma letal. Imagínense la persecución por la casa a lo Tom y Jerry. Claro, hay cosas que no cuelan.

Lo de mi mujer y el cacillo de la leche ha sido el último incidente de una cadena de desgraciados sucesos acontecidos este viernes. Todo comenzó cuando me llegó una carta del Ayuntamiento en la que muy amablemente me recordaban que debía el pago de los últimos tres años del catastro para advertirme de que se estaban empezando a mosquear y le iban a meter mano —ilusos— a mi cuenta corriente. Me presenté en la oficina de recaudación de tributos municipales y exigí hablar con el jefe: «a ver, el encargao, que venga, ya, rapidito». Le expliqué que no podía consentir que el Ayuntamiento me robara, que yo ya aportaba mucho con mi esfuerzo y trabajo y que gracias a ello podían pagar sus pajas mentales, sus fiestas populares y sus escritores subvencionados. Me planté y le dije que ya estaba bien, que no iba a permitir que me continuaran explotando y que, aunque tenía pensado seguir viviendo en Palma, me iba a empadronar en Huelva, ya saben, por aquello tan de moda de cambiar de sede social. «Vale, vale, está bien —me dijo el encargado dándome una palmadita a la espalda al tiempo que hacía un gesto al tipo de seguridad para que me acompañara a la salida—. No se preocupe, ya lo arreglaremos, usted no pague. Ya se lo cuenta al juez», me contestó.

Empeñado en la defensa de mis principios e independencia, de mi inalienable derecho a decidir lo que me dé la gana, me planté en Cort. Me tumbé en medio de la plaza frente al Ayuntamiento para llevar a cabo una protesta pacífica. Mi primer intento de cortar el tráfico no resulto del todo bien: me pasó por encima un cartero con una vespa que ni se paró, ni nada y que se alejó a todo meter diciendo algo de mi madre que no llegué a entender del todo. Aun así, le contesté a gritos: «eres un perro fascista al servicio del estado opresor». Se lo merecía, nunca he aguantado a los que van de uniforme, aunque sean de Correos. Le grité, pero todo muy democrático. Me volví a tumbar en el suelo. Entonces se me acercó un municipal de los que están en la puerta del Ayuntamiento. «¿Pero hombre de Dios, ¿qué hace? Venga, venga, circule y no me dé la mañana que ya tengo bastante con Angélica Pastor» me suplicó. Así no hay forma de que a uno lo repriman. No le hice caso. Al final vinieron dos de la Nacional, me arrastraron hasta la acera y me dejaron allí tirado mientras los guiris que salían del Starbucks se hacían selfis conmigo. Al final desistí de la protesta más que nada porque me estaba meando y me tuve que levantar.

Como ya debía ser la hora de comer, y los regidores se iban a almorzar, me topé con el Tour de France, o sea con Neus Truyol y Aligi Molina en bicicleta. Los seguí a la carrera hasta que pararon en un bar de tapas y bocadillos veganos. Intenté exponerles que era un oprimido y para tocarles la fibra les dije que me sentía como un saharaui al que le roban la arena. Como no me hacían ni puto caso, saqué la artillería dialéctica: «el Estado me oprime, soy como un palestino en Gaza —apreté los puños e hice pucheritos como Armengol cuando habla de la financiación autonómica—. El fascismo está entre nosotros, he hecho una protesta tranquila sin ceder a las provocaciones de las fuerzas represoras y me han arrastrado por la calle…». Ni por esas. Cuando me puse a hablar de Franco y esas cosas me echaron del bar. El camarero es un impostor, no se puede estar tan cachas comiendo lechuga. Seguro que se pone tibio a chuletones a escondidas.

Dispuesto a buscar apoyos a mi causa imposible, a mi desigual lucha pacífica contra la opresión, me encaminé a Can Alcover, la sede de la Obra Cultural Balear. Pensé que, como se apuntan a todo, me harían caso. Toqué a la puerta, se asomó un tipo por una ventana, me miró y se volvió a meter a toda prisa. Se oyó una sirena como esa que suena en las películas cuando bombardean una ciudad y ruido de cerrojos al otro lado de la puerta. Respuesta similar obtuve en el GOB. Hasta el barbas de las manifas de Ciutat per qui l’habita cruzó la calle al verme venir. ¿Por qué nadie me hacía caso, a mí, a un ciudadano oprimido, que solo quiere decidir su futuro?

Desesperado, impotente ante la vacuidad de mis intentos, entré sin permiso, pero de forma pacífica, en el colegio de mi hija. Allí exigí dialogar —porque dialogar cuando yo quiero y que me den la razón es la leche de democrático—con la monja que parte el bacalao en el centro. Le exigí —también por las buenas, que exigir lo que me dé la gana también es democrático— que enseñaran a los niños a rechazar el pago de impuestos municipales y a culpar de todo al Estado. Y así, si les enseñamos, en el año 2030 habremos «construido la masa social» necesaria para promover un referéndum de insumisión fiscal. La madre superiora me miró con cara de «porque soy monja, que si llego a nacer hombre y me hacen sacerdote te doy yo las hostias». ¡Cuánta intolerancia, que me dijo que no! La llamé sinvergüenza, que si fuera una profesora de verdad se vestiría de verde e identificaría a los niños hijos de funcionarios para avergonzarlos ante sus compañeros. Esto no es educación ni es nada, ¿en qué queda mi derecho a adoctrinar a los niños? Le pedí que al menos me dejara organizar una procesión nocturna con antorchas, así a lo Esquerra Republicana o Alemania 1933… «Aquí las únicas procesiones son las de Semana Santa», me contestó mientras me invitaba, en una muestra intolerable de fascismo, a salir del colegio.

Resonaban en mi mente las palabras de la monja. ¿Alemania 1933? Hum, buena idea. Si me daba prisa, aún podía llegar a tiempo. Necesitaba encontrar aliados. ¿Dónde encontrar alemanes? En la Playa de Palma. Huele a chucrut… Llego al Megapark que se encuentra en plena Oktoberfest. Entro y… Un momento, esta no es la Alemania que me han vendido en las pelis de Leni Riefensthal. Lo primero con lo que me tropiezo al entrar es al segurata que resulta ser un africano vestido de bávaro. A ver, a ver, a ver… Y dentro hay otro. Y los alemanes parece que no lo tienen en cuenta. Ellos van a lo suyo. Me acerco al moreno y… ¡Coño, vade retro, me habla en alemán! ¿Qué clase de hechizo es este? ¿Qué pensarían los de la OCB de semejante aberración lingüística? Ya no huele a chucrut, me parece oler a azufre. Tanto estar juntos, tanto aceptarnos los unos a los otros y luego miren como acaban las cosas. Y hay chicas bailando encima de las mesas, y gente contenta… Me tomo unas cervezas y me meto en el cuerpo un codillo asado. Me doy cuenta de que ha oscurecido y salgo de la Oktoberfest desorientado. La noche bávara me confunde, que diría Dinio.

Después recuerdo que amanecí en casa, estaba en el sofá viendo la tele en pijama y vino la movida del cacillo de la leche… Mi mujer con el cacillo es como Bruce Lee con los nunchakus. La verdad es que tampoco me estaba dando en serio, pero yo lo grababa todo con el teléfono móvil por si tenía que subirlo a Internet para denunciar brutalidad policial, o de género, o animal, yo que sé. Lo grababa en plan artístico, con cámara subjetiva, así en plan La bruja de Blair.

En el momento de escribir estas líneas acabo de regresar de la comisaría de la Policía Nacional. He ido a denunciar que por manifestar mi derecho a decidir si debo o no pagar el catastro me han humillado. Un tipo muy grande y muy fuerte vestido de azul me ha despachado con un «tira, tira, que tenemos trabajo…». Así pues, no me queda otra que mandar una carta a Rosa Estarás que anda por Bruselas para ver si consigo la mediación internacional. Ya les contaré como acaba todo este intolerable atropello a mis libertades. Ya verán, se van a enterar cuando la Unión Europea intervenga. Se van a cagar los del catastro. Pero esa será otra historia…

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