Opinión mallorcadiario.com

Un simple partido de fútbol

Hace un par de días vi, a través de la televisión, la retransmisión de un partido de fútbol. Hacía meses, sino años, que no me enfrentaba a un reto de tales características. Como preludio, debo confesar que no soy aficionado al deporte del balompié. No soy seguidor de ningún equipo en especial (en todo caso, siento cierta simpatía y debilidad por el Real Club Betis Balompié; no me pregunten por qué) y tampoco he practicado nunca el llamado “deporte Rey (con la triste excepción de algunos ocios escolares en los que un servidor ejercía de defensa escoba, aunque recibía leches por todos lados, incluso de aquello que, en lenguaje bélico se denomina “fuego amigo”, o sea de alguno de mis compañeros que, aprovechando la ocasión, me zurraban a destajo; no prtaban mi inteligencia innata).

Bueno, pues, a lo que íbamos. El otro día, me encontraba repantingado en el sofá de mi casa y me dio por conectar el aparato televisivo. Acababa de dar comienzo a un partido de fútbol. Me quedé. Barcelona-Osasuna, aunque me daba igual: necesitaba superar un par de horas vacías antes de zamparme una pierna de cordero con pimientos del piquillo y me daba pereza dedicarme a cualquier otra actividad. Mi nivel de aburrimiento llegó a límites nunca sospechados por mi frágil persona. El desarrollo del partido me sumió en un estado de tal aborregamiento que llegué a sentir un cierto estado de placer alser, para mí, una sensación casi nunca realizada; el tedio como goce. Tal cual.

Recordaba mi juventud cuando presencié algún que otro partido (más algún que otro) cuando mi padre -menos aficionado que yo- me llevaba, una vez al año, a un campo de fútbol para ver el ambiente de un estadio de primera división. En aquellos tiempos -me viene a la memoria- los jugadores luchaban por el balón con una entrega inusitada, se desplazaban por la hierba (bueno, el césped, para ser más finos) con el estilo de las gacelas, sudaban sus camisetas con un esfuerzo digno de titanes y, además, no escupían continuamente. Seguramente tenían, aquellos jugadores, el mismo objetivo que los actuales: introducir la pelotita entre los palos y las redes de lo que se viene en llamar portería.

Los jugadores que vi el otro día por televisión eran unos niñatos millonarios con unos peinados horribles, desganados (pero no precisamente de hambre), sin garbo alguno, con poca prisa para la fabricación de goles, con las miradas perdidas y sin ningún tipo de gracejo en sus movimientos ni naire ni salero ni ingenio ni nada de nada; esos sí: con una energía especial, modélica, para lanzar escupitajos al pobre césped, sin disimulo alguno, con mucha deportividad y con un notable entreno para ejercer gloriosamente este cometido tan civilizado.

Si no fuera por la pasta que dichos mozalbetes almacenan en sus arcas por su gran profesionalidad y acrobacia con los pies, seguramente hubiera sentido pena por ellos. La mayor parte del tiempo. Durante el partido citado, se dedicaron a pasarse la pelota entre ellos (entre cada uno de los respectivos rivales)y, en cambio, avanzar, lo que se dice, avanzar (en el sentido de las legiones romanas), les debía dar vergüenza; para no molestar al enemigo, digo yo. En dos ocasiones, sólo en dos, la pelota fue empotrada al fondo de la red (90 tristes minutos para este pobre resultado; en cualquier empresa seria, sus trabajadores habrían sido despedidos fulminantemente por su ineficacia y sus bajos rendimientos).

Lo mejor de todo: al estar en situación pandémica, los estadios no admiten público, con lo cual, a través del sonido ambiente, se van oyendo los gritos de los entrenadores y de los suplentes de ambos equipos. ¡Una delicia, oigan! Se lanzan alaridos que suenan a música celestial: ¡qué lenguaje, Dios mío; qué elegancia; qué brillantez oratoria; qué vocabulario!

En fin, ya no les molesto más. Debe ser que mi hora esta cerca.

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