Etimología suena bastante mal, pero de lo que trata es fascinante. Se ocupa del sentido y origen de las palabras. De qué contenidos están hechas las palabras y por tanto, la realidad que designamos. “Recordar” por ejemplo, viene del latín “cor”, corazón. Así, recordar es volver al corazón, volver a traer al corazón. El corazón entendido como centro de nuestra vida psíquica, de nuestro sentir. Cuando recordamos, volvemos a traer a nuestro corazón algo, y lo sentimos. No sé trata sólo de hacer memoria, sino de sentir otra vez, de recuperar esa consideración a través de nuestro corazón. Esta manera de recordar es la que aprende el Principito al despedirse del zorro.
“Religión” alude, según algunos autores al verbo latino “ligare”, que nos refiere “amarrar”, “unir”, “atar”, “ligar”. Así es: hay en todas las tradiciones espirituales una tendencia a la unión, a la reunión, identificación, con lo Divino, el Uno, Cristo, Alá o el Divino Cósmico. Es muy curioso que la palabra “yoga” signifique también “unión”, aunque la raíz es del sánscrito. Dos raíces completamente diferentes, un mismo significado. Cuando profundizamos en los contenidos de las palabras parece que el lenguaje se abre, nos da matices amplificados, pistas de por dónde va la cosa.
Y las cosas no siempre son lo que parecen.
La palabra “monstruo” nos evoca a una criatura terrorífica, generalmente malvada, poderosa, misteriosa quizás, un poder desencadenado, destructor. Hay toda una industria alrededor del monstruo, de la criatura, porque forma parte de nuestra imaginación, y necesitamos la imaginación para el entender y sentir el mundo. “Monstruo” viene del verbo latino “monstrum” que deriva a su vez de “monere”, “advertir”. De “monere” también viene “admonición”, “monitor”. Así pues, hay detrás del monstruo una advertencia, un aviso, algo que debe ser resuelto, una señal, casi una tutela. ¿Y cuáles son los monstruos de nuestro tiempo? Me atrevo a decir uno, sin duda: el zombi. Podríamos traer a la mesa a los vampiros, pero desde luego, los zombis, seres sin alma, privados de todo aquello que nos hace humanos, sin más voluntad que un hambre que nunca puede saciarse, en un estado de no-vida perpetuo. El zombi vaga sin motivo, sin sentido, sin alma, vacío cuerpo putrefacto, carcasa hueca. El zombi, a diferencia de otros monstruos, no tiene poderes, más allá de ese estado de no vida antinatural, maldición perpetua.
Hay muchas variaciones e interpretaciones sobre los zombis. Si hablamos solo de cine, desde luego La noche de los muertos vivientes (1968) ha tenido una extraordinaria influencia, aunque existe abundante filmografía anterior. A mí me marcó mucho Thriller, que vi a escondidas en las navidades de 1983, y mucho después, Braindead (1992), que además es una de las pocas películas con un título mejor en castellano que el original (Braindead: tu madre se ha comido a mi perro).
Y pensaba estos días que qué curioso que nuestro monstruo sea el zombi. Qué dice de nosotros el zombi, qué nos muestra. Pensaba que quizás podríamos pensar que el zombi es nuestro monstruo ahora por lo que dice de nosotros, que en realidad los zombis son una advertencia, un aviso, de que quizás, en un sentido imaginativo (o no), nos hemos quedado un poco sin alma, un poco vacíos, sin sentido, vagando inermes, entre cosas que no son de la vida. O quizás envidiamos el estado de inconsciencia del zombi, sí, lo envidiamos ávidos de alivio ante la realidad de nuestra consciencia atrapada en un mundo sin significados y tiempos cada vez más estrechos, más pautados, más escasos.





