Uno y soberano

No es la primera vez que les hablo de Robert A. Heinlein. Y mucho me temo que no será la última. En estos días he vuelto a pensar en él. Pagó cara su independencia, el decir lo que le venía en gana, el ser el más grande novelista de la ciencia ficción. Heinlein fue reivindicado en Mayo del 68 y más tarde vilipendiado en vida, acusado de militarista y fascista, falacias de aquellos cenutrios incapaces de leer entre líneas el verdadero significado de lo expuesto en sus magníficas distopías.

Heinlein exploró el mesianismo, el liberalismo, el problema colonial, el valor del comercio, la libre sexualidad y la igualdad absoluta de los ciudadanos por encima de credos, razas, religiones y capacidades psíquicas y físicas. Y lo hizo a través de novelas de ciencia ficción que no eran más que «perchas» de las que colgar sus reflexiones éticas, políticas y morales, no sus ideas. Repetía que eran solo novelas, no ensayos políticos, que él no era sus personajes y que en su boca ponía reflexiones, no un ideario político. Pero los imbéciles de siempre, los que defienden la libertad para ellos y vetan la de los que disienten de lo políticamente correcto y que ellos fijan con el cemento de la agitación y la propaganda, poco menos que lo crucificaron. Lo que de verdad les jodía es que Heinlein no era un escritorzuelo de panfletos. Además de una base científica sólida —era ingeniero— su estilo literario era magnífico. El cabrón sabía escribir, vaya sí sabía.

En el mundo anglosajón se considera a Heinlein como parte de la «santísima trinidad» de la ciencia ficción junto a Asimov y a Clarke. Y, a pesar de que siempre se le pone verde, la opinión generalizada es que, de los tres, él es el gran literato. La complejidad de sus novelas y la mala fama que tiene ha llevado a que haya sido muy poco adaptado al cine. Nada que ver con, por ejemplo, Philip K. Dick, que era un gran creador de historias, pero un escritor más bien discreto que acostumbraba a perderse en el desarrollo. De Dick hemos visto en la pantalla, entre otras, Blade Runner, Minority Report, Paycheck, El hombre en el castillo… Heinlein ha conocido algunas adaptaciones en televisión y en el cine tan solo hemos disfrutado de Todos vosotros, zombies —que no es de muertos vivientes, sino una vuelta de tuerca a la paradoja temporal del abuelo— y Tropas del espacio, esta segunda adaptada en un despiporre paródico a manos del holandés Paul Verhoeven.

Heinlein no era un fascista, como tampoco lo es Verhoeven. El cineasta holandés puso en el mapa internacional al cine de su país en los años 70. Su cine irreverente, absolutamente libre, cayó en desgracia a principios de los 80. Su divertida sexualidad y el tratamiento de las historias era demasiado para la progresía holandesa. Tras un breve paso por España —aquí rodó Los Señores del acero con su inseparable Rutger Hauer, una jovencísima Jennifer Jason Leigh y nuestro mallorquín Simón Andreu— aterrizó como un apestado en los Estados Unidos. Y pudo trabajar durante años hasta que, una vez más, la tiranía de la corrección política lo devolvió a Holanda. Aun así, Verhoeven ha conseguido dejarnos películas que suelen ser tildadas de superficiales por los de siempre, por aquellos que nadan sobre las olas sin entender que bajo ellos existe el abismo azul, profundo y oscuro del infinito océano. Pocos entienden el canto a la naturaleza humana y la crítica al conservadurismo de la era Reagan de Robocop, la burla al cine descerebrado de adolescentes de Starship Troopers, o la descarnada mirada al sueño americano de Showgirls. De la ambigüedad moral de El libro negro, mejor ni hablar.

Verhoeven trabajó en varias de sus películas con el compositor Basil Poledouris, otro de los grandes olvidados de Hollywood. Estamos hablando del hombre víctima de la mayor perrería de la historia de los Oscar. Poledouris —que había estudiado cine y compartido casa con George Lucas, Steven Spielberg y John Milius antes de dedicarse a la música, ahí es nada— daba el salto definitivo al sinfonismo en una cota estratosférica con la partitura que firmó para Conan, el bárbaro de su amigo Milius. Entonces, y hoy en día, es comúnmente aceptado que se trata de una de las mejores bandas sonoras de todos los tiempos, merecedora del Oscar en 1982. Pero topó con la industria mainstream. Aquel año debía ganar el E.T. de John Williams. Conan fue retirada y ni siquiera optó a la estatuilla. Poledouris nunca trabajó con su antiguo compañero de facultad Spielberg. Que les den a los putos Oscars.

Poledoris y Milius repitieron experiencia juntos. Fue en la masacrada por la crítica Amanecer Rojo, la película que envió al destierro al director. Milius es otro al que le han colgado el sambenito de facha, otro imprescindible al que han borrado de los créditos de incontables películas. Su trabajo pasaba por «engordar» guiones de largometrajes ajenos. Suya es la frase «anda, vamos, alégrame el día» y otros hilarantes diálogos de Harry, el Sucio. O el monólogo del capitán Quint sobre el naufragio del USS Indianapolis en Tiburón. O las frases palmarias de Marko Ramius en La caza del Octubre Rojo —también con partitura de Poledoris—. Coppola ha reconocido que el guion de Apocalypse Now es obra de Milius y que debería haber sido «su película». Pero Milius es un indomable, y eso molesta.

Heinlein, Verhoeven, Poledouris y Milius son algunos nombres que certifican que la diferencia, la disidencia de lo establecido, pasa factura. En estos tiempos en los que se habla de los derechos de ideas y colectivos nos hemos olvidado del individuo. Como decía Heinlein, son las acciones individuales las que benefician al colectivo. Y es que la diferencia entre colectivo y masa es muy débil. Reivindicar al individuo, su libertad, sus derechos, y también sus deberes, ahora resulta que es reaccionario. Ser uno y soberano es peligroso.

Me gustaría hablarles de otros tantos héroes, hombres y mujeres, que vieron truncadas o dificultadas sus carreras por el simple hecho de ser diferentes. Hay tantos nombres. Pero esa es otra historia…

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