Cualquier político, tras el primer shock, piensa que el tiempo debilitará la memoria de los electores y volverá a salir el sol de las urnas complacientes. "Ya escampará", decía Felipe González, tras las primeras noticias de los Gal y Filesa. Pero llegó un momento en que la sociedad, dispuesta a mirar hacia otro lado por los execrables crímenes de la trama Gal, no tuvo estómago para resistir el reparto del botín en en el ministerio de Interior, donde hasta el director general de la Guardia Civil robaba a los huérfanos del Cuerpo. La sociedad consiente un poquito de corrupción, y ya sabe que los partidos políticos necesitan dinero para las campañas electorales, pero no pueden disimular ante la nauseabunda trama del nacionalismo catalán, una cueva de Alí Babá, donde los ladrones puede que fueran cuarenta, pero los cómplices consentidores y palmeros se cuentan por miles.
No se trata de que el aparente y honrado hombre de Estado haya sido sorprendido acosando a una empleada, sino el asombroso descubrimiento de que el pater familias, aglutinador de todas las virtudes patrias, era pederasta y, encima violaba a las niñas. Lo de Jordi Pujol, su familia privada y sus numerosos familiares nacionalista públicos, entre los que destaca Artur Mas, no es una corrupción aislada, o un entramado para proveer de dinero a las necesidades de un partido políticos, sino una mafiosa organización que se ha dedicado a robar a los catalanes en beneficio propio, durante lustros y lustros, con un cinismo que sólo pueden ostentar los capos más famosos de las camorras y los cárteles de la droga.