Volver a vernos a la cara

El fin de las mascarillas en interiores está un poco más cerca. El Consejo de Ministros del próximo 19 de abril aprobará su retirada en interiores, según ha anunciado esta semana la ministra de Sanidad. Era una de las últimas y, desde luego, la más importante de las restricciones que todavía hay en vigor por la pandemia del coronavirus. Es verdad que no será un adiós generalizado a este apósito quirúrgico, ya que la mascarilla seguirá siendo obligatoria en algunos lugares como residencias de ancianos, hospitales y en el transporte público, pero no me digan que no sienten una emoción especial ante el hecho volver a vernos a la cara, de desprendernos de un bozal que nos lleva acompañando durante los dos últimos años.

Algunos dicen que, después de tanto tiempo, se han acostumbrado a llevar la mascarilla, se sienten cómodos con ella e incluso aseguran que la seguirán utilizando ahora que ya no será obligatoria. A mí, el solo hecho de pensar que volveremos a entrar en un local y podremos verle los rasgos faciales a quienes tenemos alrededor me parece algo maravilloso e innegociable. La boca, la nariz, los pómulos o el mentón configuran la descripción física de las personas y la maldita pandemia nos ha desfigurado y nos ha arrebatado esas facciones, durante los dos últimos años, bajo una mascarilla impersonal.

Una mascarilla que nos ha habrá protegido, aunque tengo mis reticencias, pero que también nos alejado de los demás, nos ha uniformado, nos ha despersonalizado, nos ha arrebatado sonrisas, besos, muecas, gestos, bocas pequeñas y bocas grandes, labios finos y labios carnosos, narices de todos los tamaños, grandes, pequeñas, ganchudas, aguileñas, chatas, retocadas, sin retocar, barbas, bigotes… Nos ha arrebatado tanto ese pequeño trapo profiláctico durante todo este tiempo que liberarnos de las mascarillas me parece, sin duda, una de las mejores noticias de lo que llevamos de año, que no está siendo precisamente pródigo en buenas nuevas.

Cuando esta semana le comentaba a mis hijas de siete años que, al regresar de las vacaciones de Semana Santa, ya no tendrán que llevar la mascarilla mientras permanecen en clase, se dibujaba en ambas un rostro de incredulidad y, al mismo tiempo, de vértigo ante lo desconocido, pero también una mirada de alegría y una sensación de liberación.

“¿De verdad ya no tendremos que llevar mascarilla, papá? ¿Tampoco en la clase?”, me insistían ambas, como si no se creyeran la noticia. “¿Y quién lo ha dicho? ¿Pedro Sánchez?”, se preguntaban en voz alta, con esa inocencia intuitiva maravillosa que les acompaña a estas edades. Pienso en ellas y en el resto de niños y niñas que durante estos dos últimos años han sobrellevado esta situación con resignación ejemplar, con su boca y narices tapadas sin entender demasiado, sin saber durante cuánto tiempo, sin entender muy bien por qué a veces sí y otras no era necesaria la mascarilla.

Reconozco que he sido un ciudadano ejemplar en el uso de la mascarilla y así he procurado inculcarlo en mi entorno. Pero ahora descuento los días para liberarnos, también en los interiores, del bozo que nos ha acompañado durante esta larga travesía de una pandemia que algunos decían al principio que afectaría a casos contados porque la teníamos controlada. Esperemos que este paso hacia la normalidad sea definitivo y no haya nuevos episodios de regresión. Volvamos a mostrarnos sin filtros. Volvamos a vernos la cara.

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