A los antimonárquicos este artículo les pulverizará la úlcera porque estoy convencida de que el Rey también está, dicho vulgarmente hasta el gorro, de muchos políticos. Dos días de rondas de contactos después de otros muchos habidos en cada una de las elecciones pasadas, con los mismos personajes, las mismas caras, las mismas poses y los mismos discursos a la entrada y salida de la reunión con el monarca; tienen que dejar huella incluso en un Rey.
¿O acaso creemos que tener sangre azul consiste en no tener sangre en las venas? Como cualquier otra persona el Rey aguanta estoicamente el trasiego de políticos que, uno tras otro, deben ir detallándole (con más o menos seriedad o más o menos connivencia según la relación que mantengan), lo que ya sabe. Lo sabe porque se lo han dicho sus asesores para tenerlo informado; lo sabe porque se informa directamente porque es un Rey joven que accede al mundo real gracias a las nuevas tecnologías (que ya no son tan nuevas); lo sabe porque como Rey forma parte de su trabajo estar informado. Es decir, sabe que partidos votarán la investidura y los que no, sabe incluso a quien va a tener que proponer como candidato a la Presidencia del Gobierno y si saldrá elegido a la primera o en la segunda votación.
Y a pesar de ello tiene que aguantar estoicamente esa ronda de contactos, de dos días de duración, que no se la deseo ni a mi peor enemigo. Seguramente, si el Rey hablara (que no lo hará porque por eso es Rey), tendría más portadas que las que originan los ataques en su contra; o con las que nos regalan últimamente algunos deportistas de élite con sus escarceos más íntimos.
Mucho se ha escrito de eso que consiste en hacer tambalear la institución monárquica, como si el desprestigio de un Rey conllevara automáticamente la redención del pueblo llano. Me pregunto que sucedería si fuese el Rey el que hablara, el que nos contara con pelos y señales todo lo que llega a oír y saber (voluntaria e involuntariamente) cada día. El que nos diera detalles de cómo se comportan quienes le rodean y el que desmenuzara públicamente las anécdotas más graciosas de aquellos con quienes tiene el honor de compartir esas rondas de contactos aparentemente repetitivas.
No debe tener desperdicio ver cómo intentan mantener la compostura quiénes saben hacerlo y quiénes no. Esperar diligentemente a que expongan la retahíla de frases que han venido repasando camino de la reunión; dejarse fotografiar unos segundos más de lo que indica el protocolo cuando el interlocutor no deja de mirar a las cámaras porque está más pendiente de su imagen en los medios que de la reunión en si; aguantar algunas frases irónicas, con doble sentido, sin poderlas contestar en el mismo tono porque un Rey no puede hacer eso. En realidad, si el Rey hablara algún día, quienes se tambalearían serían otros.