En el momento en que redacto estas lineas, el perfume de la primavera ya se ha propagado por todos los rincones del Mediterráneo. No me pregunten, exactamente, a qué huele la primavera; este tipo de mandangas y florituras corresponden al Arte Poético, que no tiene nada que ver con la madre naturaleza. En cualquier caso, ya estamos metidos de lleno en la estación del reverdecer y de la abundancia sensual a todos los niveles: Rubens en estado puro. En esta época del año, la tierra nos obsequia (previo esfuerzo humano, claro) con una serie de productos alimenticios que exhiben unas condiciones exuberantes, unos sabores exquisitos y unos estados de ternura excelentes. Entre estas suculentas viandas, existen dos determinadas que -como el Jueves Santo, el Corpus Christi y el día de la Ascensión- lucen más que el sol: los guisantes y las habas.
Los guisantes -tan menudos e insignificantes, ellos; y, encima, pintadillos de verde, el color más afín a la naturaleza- me producen una sensación de delicadeza tan suprema que, en una sola mirada, me trasladan a una nítida percepción de bienestar. Aunque las comparaciones, se dice, suelen ser odiosas, opino firmemente que los guisantes son mucho más elegantes que sus vecinos garbanzos, lentejas o judías; por lo menos en su grácil presencia.
En Catalunya -que un servidor conozca- son notorias las dos maneras más clásicas de cocinar esas sabrosas y nutritivas bolitas: rehogadas o con congrio. Los rehogados tienen la particularidad de que, con la cazuela tapada y antes de echar el caldo, sudan y elevan a sus acompañantes hasta la tapadera en forma de lágrimas de vapor. ¿Y quién son sus acompañantes? Pues nada más y nada menos que elementos que, generosamente, cede el cerdo; básicamente, botifarra blanca, botifarra de sangre, o sea negra y panceta. ¿Nada más? No nos engañemos: faltan los componentes de la tierra, los “vecinos” de los guisantes, ajos tiernos y cebollas también tiernas, dos ingredientes fundamentales que, a su vez, “explotan” en el huerto por las mismas fechas. He aquí la celestial combinación que se establece entre el mundo vegetal y el animal. La comunión entre la dulzura y candidez de los guisantes, la consistencia y contundencia de la grasa porcina y, finalmente, el perfume cósmico, tierno y sublime de los ajos y cebollas tiernas debería ser indudablemente declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO o por quien sea pertinente en la materia.
Por otro lado, el congrio con guisantes puede que sea el plato que más le guste a Dios, Nuestro Señor y Caudillo de Todo; a lo mejor es por esto que tanta gente piensa que el guiso es la “hostia”, como Messi, vamos. El congrio es un pescado que no sólo merece todas las garantías del mundo, si no que, además, inspira una especie de enamoramiento difícil de controlar. Mucha gente del pueblo no lo degusta a causa de la infinidad de espinas que contiene la bestia; espinas que, por otra parte, no siguen ningún tipo de regularidad ni orden ni concierto ni nada, respecto a los otros peces marinos que disponen de un esqueleto mucho más racional. Las espinas del congrio van por donde les salen de los huevos, dicho así de manera comprensible. Hay una ligera excepción: la parte de la ventresca es la más rica y la que los pinchos óseos se portan mejor; el resto de la “serpiente” (lo parece, la verdad) es sensacional para hacer un caldo de pescado. En esta versión, la gelatinosa, viscosa, sólida y adherente carne del pescado se funde con el señorío, la cortesía y la hospitalidad de los guisantes; el resultado es excitante.
Evidentemente, ya he escrito antes que hay mil maneras de cocinar o guisar los guisantes: con jamón, con chipirones o sepias o, simplemente, hervidos y aliñados con un buen aceite de oliva o con mayonesa casera. Pero, vamos, para mi gusto, con los dos descritos no hay rival posible.
Podría acercarme bastante a estas descripciones si me pusiera a escribir sobre las habas; las habitas, más concretamente, que son las reinas de la especialidad, las más gustosas, más finas y apetecibles del género. Ahí volvemos a la receta utilizada con los guisantes: cerdo, ajos, cebolletas, etc. La diferencia con los guisantes estriba en que las habas son algo más salvajes que los guisantes; atesoran un punto de amargor aromático que las muestra más fornidas y vigorosas que sus bolitas hermanitas. En este caso -aunque con los guisantes también, pero menos- la menta es un elemento necesario para culminar el éxito.
En la última semana, mi adorada Musa del Amor me ha brindado la oportunidad de degustar a conciencia una cazuela de habas de esta guisa: ¡pura miel! Una delicia que el paladar agradece y el estómago recibe con salvas de felicidad y con fuertes ovaciones.
Hay momentos en la vida en los que tanto júbilo llega a fastidiar...





