Si alguna cosa tengo clara en la vida es que mi Patria es mi Lengua. Siento la contundencia y la rotundidad de la afirmación y por eso ésta no admite excesivos matices; me estoy refiriendo a lo más recóndito de mi pensamiento y no me afectan en lo más mínimo las réplicas que puedan distorsionar dicha sentencia
Amo mi lengua con tal intensidad que, en mi alma, florece la alegría cada vez que la utilizo (cuando la leo, la escribo, la hablo o, simplemente, la escucho). En lo más hondo de mi ser brota un sentimiento inenarrable, bellísimo, candente, una sensación de ternura que trasciende mis barreras ideológicas o, simplemente, mentales, cuando soy consciente de lo que representa la lengua que asimilé, sin esfuerzo, en mis primeros pasos por este mundo.
Mi lengua materna es el catalán y, más que materna, la podría considerar universal debido a que las letras y los sonidos que expresan sus conceptos envuelven mi propio universo y lo protegen como si se tratara de mi bolsa amniótica, lo que antes se denominaba, popularmente, el “manto de la Virgen”.
Sí, mi Patria, que es mi lengua, es el idioma catalán; el que se habla en el Principado de Catalunya, así como las variantes (fíjense bien que no he dicho “sus”) baleares, valencianas, rosellonesas o algueresas. Ya casi nadie -con dos dedos de seso- se atreve a manifestar que estamos hablando de lenguas distintas. Es un solo idioma que se manifiesta a través de sus distinciones fonéticas y léxicas, cosa que no hace nada más que enriquecer su inmenso y admirable tesoro cultural. Cuando me muevo por Xàtiva, Bunyola, Perpignan o l'Alguer, no hago más que dar gracias a Quien le corresponda, por poder gozar de su musicalidad, de sus diferencias de vocabulario, sus expresiones ennoblecedoras y su manera de “sentir” su lengua. Me parece admirable.
Mi universo al que antes aludía era, en los primeros años cincuenta del siglo pasado, mayoritariamente catalán. Me costó mucho entender el motivo por el cual, dado que en mi escuela prácticamente todos los alumnos eran catalanes y casi todos los profesores también, sólo se hablaba y leía en castellano. Se producía una muy curiosa reacción: en el patio o en las calles, todos -maestros incluidos- nos expresábamos en catalán, mientras que dentro del recinto interior solamente se permitía hablar en castellano. Era rídiculo, absurdo e incomprensible. Más tarde, en mi primera juventud, me di cuenta de que -a pesar de ser la lengua de mi universo personal, de mi entorno, de mis familiares y amigos-, no existían cines ni teatros en mi lengua, ni periódicos, ni tebeos, ni misas, ni nada de nada. Mis padres me lo explicaron todo de manera llana y sencilla; me adoctrinaron, vaya.
Creo, y lo sostengo firmemente, que las lenguas -como Patrimonio básico de la Humanidad- hay que, no sólo respetarlas, sino además protegerlas, defenderlas, cuidarlas, mimarlas, quererlas. Todas; sin excepción. Pues bien, aunque parezca mentira, hoy en día, todavía existen unos cuantos (muchos) energúmenos que, conociendo perfectamente que el idioma catalán es débil y se encuentra en un estado minoritario de clara inferioridad en su uso social (no digamos en el terreno mediático o de ocio) se plantean una mayor reducción en su normal desarrollo. A cada pasito que mi lengua materna avanza algo, inmediatamente se lanzan a intentar frenarla y, si se pudiera, a suicidarla. Algunos partidos políticos nacieron -no ha mucho tiempo- con este objetivo en sus programas; a otros la cosa les viene del Régimen que imperaba en España en mis años mozos. Para unos y otros lo del genocidio cultural (más o menos disimulado) les va de perlas.
Un servidor ha estado trabajando durante mucho tiempo en otros países y siempre, siempre, la primera cosa que ha hecho es estudiar su lengua para poder agradecerles su hospitalidad y demostrarles que mi adaptación a su cultura y tradiciones no es solo cosa de educación sino también de admiración y respeto.
En muchas ocasiones, pienso, hay lenguas que no se merecen a sus practicantes. Estoy seguro de que la gente que amamos profundamente la lengua, las lenguas, todas las lenguas del mundo, sentimos una enorme consideración por su valor moral y nunca seríamos capaces de intentar cortar, de manera perversa, su desarrollo, fuere donde fuere.
Siento una gran emoción al oír cualquier palabra en cualquier idioma y me subleva y me rebela, la escasez de ética de algunos (demasiados) que basan sus políticas en la siega de otra lengua distinta a la suya. Me avergüenza esta actitud y me produce náuseas la mentalidad de sus actores.
No se debería pedir, pero para que lo entiendan estas mentes cerradas y mentecatas, lo solicito: ¡un respeto, señores!